Cosa de chicos

Yo tendría más o menos doce años. Por aquella época estaba en el aire “Grande, Pá!”, una sitcom de baja calidad que era muy popular, y a mí me gustaba. O tal vez no me gustaba.

Y es que a mí, en realidad, me gustaba una de las “chancles” (una de las tres hijas de, justamente, el padre). Me gustaba, y bastante.

Y tanto me gustaba que utilicé todos los medios disponibles, mucho antes de la existencia de Google, para conseguir no sólo su teléfono, sino también la dirección de su casa. Toda esta operación fue siempre secundada por unos de mis amigos de la época, que estaba en iguales condiciones de fascinación con la muchacha.

Empezamos, como corresponde, por llamar por teléfono. Su padre, el verdadero, intentó dar por equivocado el número algunas veces (evidentemente había un código que seguir si se quería hablar con la señorita, mencionar su nombre no bastaba). Ante la insistencia, el hombre cedió. Habló con nosotros, intercambiamos alguna información que no recuerdo, y nos dijo que la susodicha no estaba en casa, que llamáramos en tal o cual horario, y que hablaríamos con ella. Cumplimos con nuestra parte del trato, y él con la suya: hablamos con la chica. No, lamentablemente no tengo ningún recuerdo de aquella conversación, más que su existencia.

Desde luego que la conversación no tuvo ningún efecto en la chica más que simpatía, y probablemente nosotros no esperábamos más que eso, pero no podía el asunto quedar así sin más. Cambiamos entonces el plano de acción: su hogar.

Vivía en un barrio de la capital, en una casa modesta. Allí fuimos entonces, y simulamos jugar a la pelota en la calle. Sí, dos perfectos extraños de la cuadra, allí, jugando a la pelota, con un ojo en el balón y el otro en la ventana de persianas de madera, a la espera del más mínimo nisequé. Esta operación se repitió más de una o dos o tres veces, pero resulto siempre infructuosa. Finalmente, decidimos jugarnos el todo por el todo.

Compramos un ramo de flores, y decidimos que había que entregarlo en mano, como broche de oro de un plan que nunca resultó. Por supuesto, no podíamos aparecer ambos ante la chica, con un ramo de flores. Sorteamos entonces, o lo discutimos, no lo sé, y quedó acordado que el amigo debía entregarlas (afortunadamente, porque creo que la timidez me hubiera quitado no sólo el habla, sino también el aire y la vista).

Entonces, desde la esquina, tras un árbol, pude ver cómo mi amigo tocaba el timbre, y esperaba. El padre abrió la puerta, dijo algo, y se fue. A los seis segundos apreció entonces ella, recibió las flores, tal vez una carta que yo le hubiera escrito, no puedo recordarlo, agradeció, y se despidió con un beso. Un beso que yo vi desde la esquina. Y eso fue todo, así concluyó nuestra historia de amor que nunca fue.

[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]

S.

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