Clara

Hay cosas que hay que escribirlas, no sólo para no olvidarlas, sino también para recordarlas, y porque se lo han ganado, por especiales.

Yo había ido a ver el departamento de Villa Urquiza, después de un día largo de trabajo que había empezado muy temprano, en el que tuve que hacer tiempo, pasear por el barrio, pensar por anticipado si me gustaba, si podría vivir allí, si era cómodo, etc. Todo esto para descubrir que no, que no era apropiado, que era muy pequeño, que no iba a vivir allí; que no me servía, después de todo…

Decidí tomarme el tren, para terminar un plan que, si bien ya fallido, merecía ser terminado. Además, en cualquier caso, viajar en tren me gusta mucho. Crucé las vías y entré en el camino que lleva al andén de la plataforma Oeste de la estación Gral. Urquiza. Caían unas primeras, tímidas gotas. Sobre la senda ya tuve que hacerme a un lado, caminar por dónde unos minutos después estaría bien embarrado, porque una chica, agachada acariciando a un gato callejero dócil de mimos, bloqueaba el paso. La habría mirado con odio en cualquier otra situación, de no haber sido que, de lejos se notaba nomás, era muy linda. Muy rubia, muy tierna ahí bloqueando el paso para acariciar al micifuz.

Pasé por al lado y, cosa que habitualmente no hago, me di vuelta para mirarla (o corresponde más bien decir que dejé el cuerpo seguir, y mantuve la cabeza —y la mirada— clavada en ella). Me miró brevemente, y yo tuve que volver a mirar al camino. Era efectivamente muy linda.

Seguí caminando, y llegué a la entrada, donde debía haber una boletería. La boletería estaba, y también unos muchachos con los que yo imaginé, quién sabe por qué, que podía tener algún inconveniente. Me acerqué a la ventanilla, y me encontré con ese fastidioso vidrio espejado que no permite ver si hay alguien del otro lado. Intuí que no, y me acerqué a la zona de los molinetes, todavía cerca de los señoritos, pensando que no iba a hacer el ridículo acercándome a la ventanilla para pedirle un boleto a nadie. Instantes después llegó la rubia. Se acercó a la ventanilla y pidió su boleto. Ahí yo me envalentoné, y me acerqué también, en fila tras de ella.

“Mirá que no hay nadie…”, espetó uno de los muchachos, mientras los demás miraban, en terrible silencio.

“¡¿Cómo que no hay nadie?!”, dijo sorprendida la chica linda.

“No, no hay nadie…”, repitió el muchacho.

“¿Y cómo hago para sacar boleto?”, preocupada, realmente preocupada.

“Y… no hay nadie…”, dijo el flaco, y yo pude leer un paréntesis en su cara que no me animo a reproducir. A todo esto, yo enfilaba de nuevo para mi lugar.

Atrás mío pasó la rubia, y enfiló hacia la izquierda. Volví a mirarla, aprovechando. Era tremendo… No era estereotipada hermosa, sino sencilla, simplemente, hermosa.

Qué va, hagamos alguna tontería adolescente, vamos tras ella. Y fuimos (yo fui). Se paró cerca del final del techito de chapas, sin animarse a seguir porque ahora ya caían algunas gotas más, y más gruesas y pesadas. Yo me quedé cerca, a unos dos metros a su derecha. Atrás nuestro, unas adolescentes comentaban cosas de novios y salidas de fin de semana, y estas cuestiones con los padres.

Mirando de aquí para allá, pispeando la estación que no conocía, el panorama alrededor, la venida del tren, y las adolescentes de atrás, aprovechaba para mirarla a la rubia. Como cualquiera, de a ratos pensaba, sentía, fantaseaba, que ella también miraba. El tren no venía, llovía ya un poco más, y ella se alejó del borde del techito para ir a sentarse a un huequito que dejaban las adolescentes en el banco larguísimo de la estación Gral. Urquiza.

Ahora me las ingeniaba para encontrar excusas para mirar no ya a mi izquierda, sino a mi derecha. Así, intentando relojear, exactamente igual que antes, con las mismas técnicas, descubrí que una de las adolescentes también miraba (dato tan confiable como el anterior, probablemente…)

Finalmente vino el tren, y subimos todos. La gente se acomodó, yo me acomodé, y la chica rubia también. Y quedo frente a mí, uno a cada lado de la puerta del lado izquierdo, si considera uno el sentido de avance de la formación. En este caso yo fui completamente inocente, no sé si lo habrá sido ella.

Lo cierto —y es que no tendría por qué mentirles— es que yo no podía parar de mirarla. Y tampoco había nada más para mirar, realmente, a no ser por las hordas de vendedores ambulantes que vociferaban, y que yo por suerte escuchaba muy de fondo, porque como es costumbre y menester, yo llevaba puestos los auriculares, y la música fuerte.

Y dale que la miro a la rubia, y la rubia, ya te lo digo, miraba también. Pero bueno, como es esto… uno supone que son fantasías, que sí, dale, justo, te mira, sí, claro… A la larga (que sería un minuto después de subir al tren, pero que tenía toda la previa que ya relaté) la rubia, no contenta con mirar, casi tanto como yo, encuentra mi mirada con la suya. Y me sonríe.

Me sonríe! No, mentira, no habrá sido a mí, vi mal. Miro por la ventana, paso el tema, vuelvo a mirar. La rubia me mira, y me sonríe. No quedan dudas ya. Repito el proceso completo, sin saber qué hacer, torpe como siempre, quedado, alelado… Que una chica, en el tren, te sonría, y… es raro… pero encima esta rubia divina de ojos redondos y grandes..!

Casi sin querer, vuelvo a mirar. Sonrío yo también, obvio. Ella mira, a la vez que sonríe, y acompaña ambas cosas con un “hola” con la mano. Devuelvo el gesto, más estupefacto que antes.

Me quedo seco, sin saber qué hacer. Estamos, a todo esto, llegando a la estación. Ya llueve con ganas, como en las películas (aunque todavía no como llovería en unos minutos). Se abren las puertas, baja gente, sube gente, yo tieso, tratando de hacerme el cool, como que no pasa nada.

Creo que decido acercarme, como sea, para terminar de comprobar que en algo me equivoqué, que algo entendí mal; o que no, pero puedo echarlo a perder en dos segundos. Pero no tan decidido tampoco: ella está muy cerca de un señorito que está parado detrás, y yo no tengo ninguna intención de hacer el ridículo tan abiertamente. Con ella, sí, vale la pena, pero ya a terceros, hacerles el show gratis…

Decido entonces esperar a que arranque el tren: ahora hay mucho “silencio”, el joven va a escuchar todo, y no me da. Total, es cuestión de segundos, el tren ya arranca, y ahí sí, veo qué hago, me acerco, le digo cualquier cosa (¿qué demonios es «cualquier cosa»?) y… pero… ¿qué pasa que el tren no arranca?

El tren no arranca. Las puertas no se cierran. El joven no se aleja. La rubia mira cada tanto, igual que yo. El tren no arranca. Asomo la cabeza. Veo el semáforo en rojo. La miro a la rubia, que mira el piso, y levanta la mirada justo en el momento en que yo vuelvo a mirar el semáforo, incrédulo. Llueve.

Pasa algo así como un minuto, que, pueden imaginarse, es un montón. Nada. No sé qué hacer. No puedo esperar más, cada minuto es un minuto menos… La miro, no me mira, saco el celular, me mira, hago que apago una música que había apagado hacía unos doscientos metros, me saco los auriculares, los anudo tras el cuello, me acerco. Ella, al verme acercándome, baja la cabeza. Que sea lo que dios quiera, ya no importa nada, ni siquiera el joven de atrás.

Aunque más o menos, porque procuro mantener la voz baja.

“¿Qué hace uno cuando lo saluda una chica tan linda en el tren?”, deslizo tímido, por lo bajo, al oído, relojeando al ñato que está atrás, que seguramente se dio cuenta de todo, y está súper alerta.

Le toma un segundo levantar la cabeza, y contestar.

“Nada. No sé, supongo que nada…”.

Ok, nada. Nada. Ok.

“Ok, nada”. Me alejo unos veinte centímetros. Miro por la puerta, como esperando encontrar algo que sirva donde seguro no lo hay. Que arranque el tren y arrolle mi estupidez o mi vergüenza, o ambas, no sé…

“ «¿Cómo andás?» podría andar, por ejemplo…”. Gracias dios. Me saca ella del paso…

[acá podría caber un apartado, más bien largo, explicando cómo siempre me las ingenié para que fueran las chicas las que hicieran el trabajo que -típicamente se considera que- es de los chicos]

“Claro. O « ¿cómo te llamás? ». ¿Cómo te llamás?”

“Clara. ¿Vos?”.

“Axel”, y ofrezco la mano. ¡La mano!

“Un gusto…”, intercambiamos, de estilo.

“¿Che, qué pasa con esto?”, dice, como apurada.

“Y, no arranca… y mirá cómo llueve…”.

Nada.

“Bueno, pero no me dijiste cómo estás: ¿cómo estás?”.

“Ah, sí: bien, ¿vos?”.

“Bien, todo bien”.

Nada.

Nada.

“¿Te quedaste mal porque no pudiste sacar boleto?”, despliego, en lo que a duras penas puede considerarse un manotazo de ahogado.

“Sí, no quiero tener quilombos, qué sé yo…”.

El tren seguía parado, el joven seguía parado tras la rubia hermosa que llevaba un jean y una remera ajustada y unas zapatillas que le quedaban muy bien, y un bolsito al hombro, y cada vez llovía más, ya casi era una tormenta, y la conversación se tornó en algo simple que, realmente, no puedo recordar.

De pronto, para sacarnos del sopor, estalló un rayo. Un rayo, para usar el término técnico, de la gran puta. Que, además, rompió —o pareció romper— a escasos metros de nuestras cabezas.

Clara se asustó. Se asustó en serio (yo un poco también, el estruendo fue muy fuerte, y el relampagazo en nuestras caras, también) y a mí, después de que reprimí el tembleque, me dio ternura. Se sobresaltó honestamente, y se tapó los oídos.

“Tranquila, no pasa nada…”.

“¡¿Qué fue eso?!”.

“Un rayo. Que cayó muy cerca”.

Y se creaba un clima intimista, créanlo; pero a la vez, no. No. Y ella seguía siendo hermosa, y yo, el mismo idiota de siempre.

Como les digo, la conversación tenía un tono simplón, pasatista; no sé bien de qué habremos hablado en el lapso de los próximos veinte segundos, aunque yo en un segundo, mientras hablaba del rayo, recordé que mi primera novia, la primera chica que besé en mi vida, me besó mientras yo le explicaba por qué se ve el relámpago antes de escucharse el trueno.

Así las cosas, suena bastante bien encaminado. Pareció haber un pequeño escollo cuando pregunté hasta dónde iba, y me dijo que bajaba en la próxima. Pero era sólo un pequeño escollo. El verdadero escollo estaba aún por llegar…

Entre esas cosas sin importancia que hablábamos mientras llovía torrencialmente, y los vendedores ambulantes se turnaban para vociferar productos navideños, le pregunté de dónde venía o a dónde iba. Es claro que el hombre promedio, tal y como yo hice, teme o espera que la respuesta contenga o sugiera la palabra “novio” o similar.

No, para nada. Venía de estudiar. Venía de estudiar porque ahora en unos días tenía que rendir unas materias. Era algo bastante lógico, realmente, estas fechas son así…

“¿Y qué tenés que rendir?”.

“Uf… matemática, geografía, física y filosofía…”.

“Ah..!”.

En ese “Ah..!” comprendía todo, y a la vez dudaba de todo… ¿Cómo podía ser..? La cruel e innecesaria confirmación no se hizo esperar.

“Pasé a quinto…”.

Después de eso seguimos hablando de cosas sin importancia, claro. Pero es claro que no tienen importancia. A los pocos segundos, y como en las películas, mientras llovía torrencialmente, como en las películas, el tren decidió finalmente arrancar, y el joven que estaba atrás de ella se había corrido ligeramente hacia el costado, en consonancia con un movimiento mío que dos minutos antes me había acercado (en ese momento estratégica, ahora inútilmente) a ella, y es el día de hoy que yo, en los momentos menos esperados, me pregunto si ella era realmente tan chica, y yo no pude darme cuenta, o si no, y me gastó una broma cruel y horrible de la cual, tan seguido como yo me pregunto, ella se burla…

Unos pocos segundos después de la fatídica revelación:

“Y vos, ¿ya terminaste?”.

“Sí, yo ya terminé…”.

Y después llegó su estación, y llovía como nunca, y ella dijo bueno, chau, y yo dije bueno, chau, cuidate, y ella se bajó, y yo miré cuánto llovía, y me volví a poner los auriculares, y el tren arrancó, y yo escuchaba música y miraba por la ventana la lluvia y los relámpagos, y se me ocurrió pensar por qué uno ve primero el relámpago y solo después escucha el trueno…

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