La casa de Arenas

Lo que más recuerdo de la casa de Arenas, y lo que más me gustaba, eran los invitados. La casa era grande, bastante grande, y esto sin dudas me resultaba muy atractivo también (nosotros vivíamos en un departamento bien pequeño), pero casas grandes se podían encontrar. Era más difícil encontrar casas como la de Arenas, donde siempre había gente nueva, donde siempre podías conocer a alguien, donde nunca se entendía bien quién era quién.

Durante la semana, el efecto parecía ser más bien una prolongación de la actividad de los miembros de la familia. Yo iba cada vez que podía, como hacíamos todos (era un secreto a voces que a todos nos gustaba la casa de Arenas). La excusa en general era algo que hubiera que hacer para la escuela, algún trabajo práctico o algo que hubiera que estudiar. Jugar a la compu (Arenas era uno de los pocos que podía tener una buena compu) era otra excusa.

Pero lo más espectacular se daba los fines de semana, sobre todo los sábados. La casa de Arenas parecía el salón familiar de un restaurante de la avenida Corrientes. En distintas habitaciones, distintos grupos de gente, reunidos con motivos que nadie sabía, haciendo no sé bien qué, más allá de comer, hablar, reírse, beber. Un sector estaba ocupado por las amigas de la madre (viejas, según nuestro visión adolescente) que chusmeaban inocentemente y se reían con culpa. Por otro lado, los amigos del padre; tipos grandes, serios, que según lo que nosotros podíamos imaginar, hablaban de negocios y cosas importantes (aunque probablemente hicieran todo lo opuesto). También solían estar los amigos del hermano de Arenas, que iba a la facultad, y teníamos amigos más grandes. Todos, por supuesto, mirábamos con admiración y recelo a estos estudiantes de facultad que estaban en un nivel que, si bien estaba cerca, todavía parecía lejano. Nos moríamos de ganas de ser como ellos, y sabíamos que iba a llegar, pero no podíamos esperar. Algunos usaban camisas, y otros tenían barbas, signos de gente grande y canchera.

Pero el grupo más importante, sin ninguna duda, era el de la hermana de Arenas. Jimena era casi un personaje de una novela. Era simpática, y se portaba bien con nosotros, a pesar de todo, pero era fea. No llegaba a ser fea como para provocar rechazo, sino que su fealdad era disonante con su aspecto. Jimena era flaca, rubia, de pelo lacio largo, con las partes bien proporcionadas, y una nariz enorme. Iba a un colegio histórico de Barrio Norte (este era el dato clave para todos nosotros) y tenía amigas que partían la tierra. Nosotros, con tres años menos, no podíamos intentar sentir que podían (y debían) ser nuestras, a la vez que, sin decirlo, sabíamos que no podían ser nunca nuestras. Nosotros éramos más chicos, y no podíamos aspirar nunca a ellas. Además, ellas eran bien, y nosotros no. Ellas eran chicas, lindas, y nosotros parecíamos chacales al acecho.

De todos los grupos que podían encontrarse en la casa de Arenas un sábado normal, este era el mejor, el que nos interesaba, el que nos hacía latir el corazón más rápido que de costumbre. Hacíamos lo posible por quedarnos cerca de ellas y ver si podíamos sentir un perfume, o ver una sonrisa, o cruzar una mirada, o robar una sonrisa, o si se alineaban los astros, cruzar alguna palabra en un pasillo, o cerca de una mesa. Por supuesto, esto casi nunca sucedía.

Sin embargo, un día, no sé si por designio divino o simplemente de algún mayor que comprendió algunas cosas, ambos grupos fueron sutilmente invitados a interactuar. Era un cumpleaños, si mal no recuerdo, y la gente estaba bailando. Aunque lo lamento profundamente, no puedo recordar los detalles (seguramente porque en ese momento, mientras la cosa sucedía, yo estaba muy preocupado negándome y ocultando mi vergüenza) pero lo cierto es que de buenas a primeras todos estuvimos casi obligados a bailar. Y todos significa nosotros con las amigas de Jimena, y viceversa.

A mí me tocó bailar con una chica no muy alta, de pelo castaño, que yo, lo reconozco, consideré no todo lo flaca que me hubiera gustado (sin que esto, por supuesto, representara ningún problema mayor). Tenía un perfume más intenso que agradable, que evidenciaba que era de verdad, no como el mío que, carísimo para mí, era una versión barata de algún otro. La misma vergüenza e incomodidad que sentí yo la sintió ella, era obvio. Bailamos como idiotas por un rato, casi sin hablar, pensando que en estas ocasiones seguro había que hacer algo, pero no sabíamos bien qué. Y no lo hicimos.

Y nadie lo hizo. Y después, cuando recordábamos esa noche, siempre llegaba un momento en el que se hacía un segundo de silencio, tal vez sólo perceptible por nosotros, en el que todos rememorábamos la escena una vez, nos arrepentíamos de ser tan sonsos, y le preguntábamos a la providencia qué había fallado. Las reuniones que se sucedieron, por supuesto, encontraron a ambos grupos sospechosamente más alejados, y las miradas se esquivaban más de lo que se buscaban. Nosotros seguimos yendo a la casa de Arenas, pero no era igual. Seguía habiendo mucha gente, pero no era igual.

Ese año Jimena terminó la secundaria, y se fue de viaje. Llegó el verano, y cada uno hizo su vida por separado. Al año siguiente volvimos a la escuela y a la casa de Arenas, pero ya todo había cambiado.

[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]

S.

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