Hijos de puta

—Hijos de puta, son incapaces de abrirse para dejar pasar…

Salíamos de la librería de libros para algunos, saboreando todavía el olor a libro nuevo y bibliotecas hasta el techo. Los nombres de autores y novelas retumbaban todavía en las retinas. El frescor del aire acondicionado todavía en la piel, sucumbiendo al verano de los caños de escape, y el bullicio de un barrio por la tarde. Y todo esto interrumpido, lenta pero violentamente, por el ulular de una sirena y su doppler. Me paré y nos paramos, y el sonido se lleno del peso y la imponente presencia de un camión de bomberos, que a gran velocidad intentaba esquivar a los hijos de puta.
En treinta segundos eternos llegó a la esquina, y lo vi doblar. Intenté sobreponerme al torbellino de emociones que me producen los camiones de bomberos (nada será lo mismo después de aquél treinta de diciembre).

—Mirá, paró acá…
—Eh…?

En mi afán por continuar con la conversación y restarle importancia al asunto, logré incluso desconocer que la sirena se había apagado en un suspiro hueco, y que el camión sólo había doblado la esquina para estacionarse, justo en la boca del subte de la estación Río de Janeiro. Y así como los bomberos no son lo mismo después del treinta de diciembre, los subtes no son lo mismo después del siete de julio. Y juntos son dinamita.
O al menos eso sentí yo, que si darme cuenta me había dejado llevar por ese instinto que alguna vez confundí con morbo pero que hoy sé que no es más que una necesidad inevitable de ayudar o participar, y estaba ya a tres pasos de la escalera, mirando hacia abajo.

—Vos andá, a vos te gusta eso, yo voy a estar acá, mirando unas vidrieras.

Y no es que a mi me guste, insisto, pero no puedo evitarlo. No pude evitar sentir que por algún motivo tenía que estar ahí, y que de algo podía servir, sino a los demás, al menos a mí mismo.
Del camión estacionado bajaba gente, se abrían y cerraban puertas, había miradas y señales, códigos que preocupaban, un handy voceaba palabras ininteligibles, y un gallo azul sobre un fondo rojo miraba indiferente una historia repetida. Y yo seguía todo con la mirada, y los bomberos ya estaban bajando las escaleras de a dos escalones. Y uno ya estaba subiendo, a zancadas también, y avisaba que no sé qué cosa, y entonces otro abría otro compartimento y sacaba otra herramienta. Y sin embargo, nadie sacaba mangas ni lanzas, nadie buscaba un hidrante ni conectaba la bomba. Y si no hay agua, no hay fuego. Y si hay bomberos y no hay fuego…
Y la mente funciona siempre como quiere, y el recuerdo se impuso, prepotente, y los ojos con legañas, y un rayo de sol que se cuela entre la persiana y el frío de la mañana, y la voz del locutor de AM sin cortina, y un atentado en el subte de Londres, y tantos muertos, y tantos heridos, y mucho no se sabe, y no fue una estación, sino dos, o tres, o más, y nadie entiende nada, y el llanto me nubla los oídos, y eso es todo.
Vuelvo a mirar a los señores bajar y subir apurados, y espero escuchar la palabra. La gente a mi alrededor empieza a acercarse, chismosa. Yo estoy petrificado. Escucho el murmullo erguirse soberbio, y sigo mirando las escaleras. Y la gente empieza a salir del subte. Están a cuarenta escalones de mí, y yo intento leer las noticias en sus caras. Son caras de nada. Son caras de nadie, prácticamente. No hay miedo, no hay terror, no hay dolor, no hay pesar, no hay congoja, no hay estupor ni asombro; no hay felicidad ni alivio ni sorpresa, ni siquiera indiferencia. Hay, sí, un dejo de molestia. Llegan las personas, y con ellas las palabras y las noticias:

—Se tiró alguien…
—Parece que son dos personas…

La platea parece súbitamente defraudada. Las caras tienen un dejo de “ah… era eso…”. Cara de normalidad. La misma que traen los que salen, los que suben, los que salen a la superficie, los que vuelven a respirar el aire sucio de la ciudad. De una ciudad llena de gentes a las que nada les importa de nadie. El murmullo aumenta, porque el morbo es impaciente, y todos quieren saber todo, y necesitan los detalles, y preguntan, y nadie puede realmente responder, pero alguien habrá ya empezado a embellecer la crónica con palabras aumentadas y hechos ilusorios, producto de mentes chatas, y aquel viejo proceso del teléfono descompuesto florece una vez, y en esas voces empieza a percibirse emoción y pseudo-regocijo, y se aceleran los corazones y brillan los ojos y se dilatan las pupilas y se espesa la saliva. Y nadie puede realmente responder; yo tengo mil preguntas que nadie puede realmente responder. Me pregunto de dónde sacaron fuerzas para subir esos cuarenta escalones después de que a metros suyos una persona se suicidó. O simplemente murió. O, puesto de otra manera, acabó entre las vías de un tren. Pienso en el señor que hasta hace instantes se limitaba a cumplir con su monótona pero importante y pesada tarea de conducir ese tren, y ahora tiene (o no) un problema mental. Pienso si hoy va a poder dormir, pienso si le pagan para eso, si lo prepararon, si mañana (¿en un rato?) tendrá que volver a manejar esa bestia infernal de hierros torneados y maderas viejas.
Pienso en esa persona que estaba hace instantes, parada en el andén. Compró un boleto, o ya tenía? Este era un día especial, o uno como otro? Siempre supo que iba a hacerlo, o lo decidí quince minutos antes? Eligió sus ropas para la ocasión? Cómo son las ropas para esa ocasión? Se peinó, o no valía la pena? Salió con dinero, o dejó la billetera porque ya sabía que no iba a necesitarla? Agarró las llaves, o ya sabía que esa puerta se cerraba para siempre? Dejó una nota? Sirven las notas para algo? Por qué lo hizo? Por qué eligió el subte? Por qué esa estación, a esa hora, de ese lado? Por qué ese tren y no el anterior, o el siguiente? Sintió que era la última cosa que hacía, y sintió su costado heroico un leve regocijo, o fue igual que ir a comprar el pan, o irse a dormir? Tenía familia? Pienso en su familia. Nadie podía ayudarlo? O él no pudo ayudar a nadie? Amigos? Pareja? Algo? Sirve para algo la gente, o somos completamente inútiles en el fondo?
Por qué nos jode tanto el suicidio? Que la gente se muera es una mierda, y la gente se muere todo el tiempo, pero el suicidio… ese es otro tema. Y por qué? Hasta las religiones se han encargado de punirlo. Es que estamos condenados a la vida? Es que la muerte no es parte de la vida? O es que la muerte debe ser siempre sentencia de alguien más, de algo supremo o intangible? Debe ser siempre inevitable y no deseada, impuesta y sin remedio? Será el suicidio tan distinto de cruzar una calle o leer un libro, si podemos por un momento despojar la idea de la certeza de que es lo último que se hace? Es suicidarse tan distinto de matar? O será cierto aquello de que el suicidio es el atentado contra la vida propia, y entonces un crimen? O será que todos matamos todo el tiempo con palabras y gestos y ausencias y presencias y excesos e indiferencias? Duele más la muerte que la vida? Estamos condenados al estoicismo? Y entonces empezamos los juicios, y es un cobarde o un valiente, valía la pena o no, era o no necesario, no podía hacerse nada? Será todo reductible a la “pulsión de vida” de Freud? Tenemos todos tantas ganas de vivir? Somos tan distintos al suicida? Honramos y disfrutamos y elegimos la vida a cada instante? Vivimos la vida todo el tiempo, o sólo por momentos?
Y entonces pienso en nosotros, que somos pobres tipos. Y los autos siguen pasando, y el semáforo cambia de color cada cuarenta segundos, y las comidas en el local de enfrente siguen siendo rápidas, y a mi espalda la gente sigue tomando el té con masitas, y el sol sigue brillando, y la vida no va a parar porque un señor se haya muerto, y el dolor no existe, la vida continúa, y yo no me puedo mover, y no puedo hablar, y me duele el pecho y no sé qué hacer, si acaso tuviera que hacer algo, y todo parece tan normal, y la gente que camina por la vereda de enfrente no sabe nada, y un señor le mira el culo a una chica, y las vidas continúan.
Atónito e inerte miro en derredor, en busca de un gesto, de una palabra, de una mirada cómplice que entienda lo que yo no, que insinúe que está todo bien, que no pasa nada, que no es tan grave, que reconforte, que consuele, que calme. Nada. Miro a izquierda y derecha y nada: son caras vacías. Y entonces, una cara, una remera blanca con una inscripción al tono, un reproductor de mp3 colgando del cuello, los auriculares en reposo, un aire despreocupado y una sonrisa horriblemente impúdica, cínica y socarrona:

—Parece que se tiraron dos personas…

Hijo de puta, lo estás disfrutando. Esa sonrisa, y el tono de tu voz y la mirada cómplice y tu postura relajada me dicen que lo estás disfrutando. Sos un sorete mediocre, gris como tantos, que acaba de encontrar algo emocionante en su vida chata, y lo estás disfrutando. No tenés ni siquiera la altura suficiente para ser indiferente; te paraste ahí para regodearte, y buscás otro mierda como vos para compartir el botín. Y esta noche cuando llegues a casa después de un día normal te vas a sentar a comer la comida de siempre, y cuando te pregunten, si es que alguien lo hace, cómo te fue hoy, les vas a contar que dos tipos se tiraron abajo del subte, y va a ser una anécdota oportuna. También te sirve para el tachero, el laburo y el café, tu día fue especial. Esa sonrisa… sos un hijo de puta.
Y por un segundo te quiero romper la cara a piñas, para que nunca más te vuelvas a reír. Y nunca le pegué a nadie. Y de golpe quiero llorar. Y lloré mil veces. De golpe el peso de todo este mundo me cae en la cabeza, y gente como vos me pesan mucho, mucho, y me quiero meter en un agujero. Sólo atino a no hacer nada, y desvío la vista, y vuelvo a mirar las escaleras, como si buscara algo más bajo que vos. Y una señora sube cansina, abatida:

—Mejor vayan a tomar el colectivo, se tiraron dos personas, esto va para largo…

[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]

S.

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