Un hombre se mide por sus acciones

Miró por la ventana, como tantas otras veces, pero esta vez no era para decidir si había que firmar o no, o si los despidos era mejor anunciarlos hoy o mañana; miró honestamente. Vio el río al fondo, y el sol cayendo de soslayo, por entre los rascacielos. La postal que todos querían, él la tenía a sus espaldas cada día, en el piso cuarenta y cuatro de la torre Fhun Dur Al, y sin embargo, no le importaba. Le había impactado el primer día, y la primera semana, y hasta —tal vez— el primer mes, pero después no.

Tenía que haber estado contento hoy, después de recibir la noticia de que las acciones habían subido un tres por ciento más de lo esperado (todo el directorio estaría exultante, y su posición estaba —nuevamente— cómodamente consolidada). En cambio, estaba impávido, abúlico, casi decepcionado: no había emoción ya, eran números solamente. Se había acostumbrado a ganar, y ya no era divertido ni interesante. Sobre el resto de sol encontró un pequeño velero, y sintió que aquel navegante era más feliz que él, que un viento o una ola podrían traerle más emociones que sus resultados financieros.

¿Qué mierda hago acá?, se preguntó en una voz que en su cabeza sonó muy alta, mientras miraba el sol caer.

Avisó por teléfono que bajaba en cinco minutos, y cuarenta y siete pisos más abajo un amodorrado chofer se apuró a preparar el coche.

Sí, paseando, dijo cuando el chofer le preguntó si iban para su casa; era su manera de indicar que no había apuro, que viajaran relajados. La camioneta ronroneaba mimosa, el andar suave, el olor del cuero todavía nuevo, los sonidos de la urbe acallados por la perfectamente insonorización del cubículo, y la voz interior, siempre fuerte, siempre clara, ¿qué mierda estoy haciendo acá?

Le indicó al chofer que lo dejara en la plaza, y que por hoy ya no lo necesitaría. El chofer le dijo que dejaría el celular prendido, como siempre, por cualquier cosa, y partió. No hacía ni frío ni calor. Cruzó la plaza despacio, alargando cada paso. Miró a la gente apurada, a los vendedores de comida, a los policías, invisibles. Las gentes, como hormigas, de aquí para allá, no pensaban en nada más que llegar a casa. No sabían de las acciones, y si hubieran sabido tampoco les habría importado.

Se sentó en un banco. Un chico en bicicleta pasó rasante, y a los pocos metros esquivó de casualidad a una señora, que lo recriminó a los gritos algo que el muchacho no contestó.  Ni andar en bicicleta se podía, ya, en la ciudad todo era correr y esquivar, recriminar e ignorar, como toda esa gente que ignoraba que él había conseguido un tres por ciento en las acciones. Pensó que sería lindo poder volver a andar en bicicleta, y se quiso acordar la última vez que había andado en bicicleta.

No pudo recordar cuándo había sido la última vez, porque no es fácil recordar la última vez que hicimos algo sencillo, pero recordó aquella vez, en Laborde, con las montañas de arena. Les habían dicho que no anduvieran por esa zona, pero los niños son eternamente incontrolables, y tampoco es que fuera tan peligroso, si era un poco de arena, nada más, bueno, y algunas piedras, pero no era para tanto, y habían armado una pista, y se habían mandado con las bicicletas, y era un circuito que estaba buenísimo, porque con las piedras las bicis andaban bien, y la verdad que no debe haber sido arena, sino tal vez tierra, porque en la arena no es fácil andar en bici, pero ahí habían andado bien, y se habían divertido un montón, y su bici que era chiquita al final había resultado una gran cosa, porque si la bici era muy grande era difícil saltar, pero él había saltado realmente bien, digamos que el mejor, porque su bici era liviana, qué lindos recuerdos, lástima que después Martín se había lastimado y habían tenido que volver porque le sangraba, y la verdad que al final no era nada, pero cuando uno es chico, bueno, mejor volver, aunque claro que entonces tuvieron que admitir que habían andado por la zona de la arena y las piedras, que les habían dicho que no, pero su mamá no se había enojado tanto, igual, y le había dicho que por esta vez no le decía nada al padre, que menos mal, porque si no ahí sí que se armaba…

Un chico vendiendo pañuelos lo sacó del trance. Le dijo que no, gracias, y el nene se fue, y en seguida se sintió una basura horrible, cómo no le iba a comprar… y pensó en llamarlo, y no lo hizo. Qué vergüenza, si lo vieran en Laborde, pensó. Menos mal que en la ciudad uno es anónimo, y mucho más si es a miles de kilómetros.

Del sol ya no había nada, y el grueso de la gente había ya vuelto a su casa. Pensó en caminar, y después pensó cuándo había sido la última vez que había tomado el subte. No recordaba, por supuesto. Decidió que tomaría el subte, y que hasta la próxima, sería esta su última vez, podría recordarlo.

Tuvo que preguntar porque no sabía dónde conseguir la tarjeta de prepago. Sintió que lo miraban como al principio, como un completo extraño, como un sapo de otro pozo que no entiende nada. Qué fácil era en Laborde, pensó, cuando todos te conocían y te querían. No, todos no te querían, se corrigió.

Esperó en el andén los dos minutos que decía el cartel. Miró a la gente, y los anuncios, y sintió el olor a gente, la mezcla de hedores del fin de la jornada, el olor de las máquinas, las luces artificiales. Miró las caras y las ropas y las poses, y se sintió más extraño que nunca.

¿Qué hago acá?, se dijo de nuevo, ahora ya más suavemente. No supo si se preguntaba por el subte, por la ciudad, por el país, o por el mundo, por su existencia toda. Un ejecutivo de primer nivel, millonario sin problemas, que obtuvo hoy un tres por ciento por sobre lo esperado en las acciones, argentino de pura cepa exportado porque sí, solo, en el subte, volviendo a casa, pensando en los días de Laborde, ¿qué hago acá?

Subió al vagón y se clavó en el rincón. Inspeccionó las caras, pero nada, no había con qué conectar. Desde los peinados hasta las pieles, desde las ropas hasta las voces y los silencios, todo le pareció ajeno; y sin embargo se sintió a gusto, observante, espectador de una realidad agradable, pero de otros, no de él. No estaba mal, pero no era para él. Aunque, realmente, ¿qué era para él?

Quiso hablarles, quiso decirles Hola, soy Emilio, de Laborde, un pueblo chiquito, cómo están, cómo te llamás, vos quién sos, vivís cerca, tenés novio, mi tío es el mecánico, avisame cualquier cosa que necesites, un gusto. Quiso conectar de alguna manera, pero no pudo. Sintió por un momento que estaba más cerca de Laborde que de el chofer, las acciones, y el piso cuarenta y cuatro, y esta gente del subte.

Se bajó en su estación, la anteúltima. Un ciego pedía limosna. Pasó cerca, lo miró, y siguió. Se arrepintió de seguir. Metió la mano en el bolsillo, y sin dejar de caminar, palpó los billetes, y quiso volver, pero no lo hizo.

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