La escuché antes de verla. Era un sonido desesperado, visceral, emocional, nacido de la necesidad. Me di vuelta y la busqué con la mirada. El sonido siguió, iterativo, molesto, calando el nervio propio y el ajeno, corto y repetitivo, sordo, apagado para volver a nacer y morir. Cruzó una sombra en la tarde de sol, y entonces la encontré. Las nubes se paseaban impúdicas, y ella luchaba mientras contra quiensabequé, con la adrenalina desbordante. Y la vi. La miré. La analicé por un momento. Luchaba contra todos y ella misma por no caer. El sonido se apagó, y por un momento hubo paz. Estaba a la altura de un sexto piso de un barrio que dormía la siesta, y por un momento sentí que hacía justicia que hubiera alguien, yo, que fuera testigo; pasar por esto en la más completa soledad hubiera sido demasiado. Y por un momento estuvo ahí, a la altura de un sexto piso, y el sol le pegaba de costado, con indiferencia, como si tuviera cosas más importantes de las que ocuparse. Tal vez a metros de ahí, una joven despreocupada tomaba sol en la terraza de un edificio gris. Creí por un momento, en esa paz, que todo iba a estar bien, y no había de qué preocuparse, y que sólo eran mis preocupaciones intestinas las que habían encontrado una excusa para aflorar. Entonces la vi mirar para abajo, los puños y los dientes apretados, y los músculos tensos como nunca, de miedo, de bronca, de impotencia, de fe y resistencia. Y miraba para abajo. Y no estaba observando el paisaje, ni meditando: veía el futuro. Miró para abajo, y después para arriba, como si estuviera esperando esta respuesta o esa mano divina que no llegaba. Nada llegó, y ahí estaba, a la altura de un sexto piso. Miró para un costado, para el otro, hubo un leve y brusco movimiento, miró para abajo, para arriba, y para abajo de nuevo. Entonces se soltó, y volvió el ruido, y esta vez fue más fuerte. O tal vez no, pero estaba más cerca de mí ahora, y yo lo escuché más fuerte, y entonces yo tensé los músculos, y me quedé a la espera. La vi bajar y subir, y hacer un semicírculo tembloroso, y fue abajo y arriba y al costado y en diagonal, y el ruido seguía. Corcoveaba como poseída, tal vez sintiendo el porvenir entrándole por los poros. Luchó con todas sus fuerzas, eso pude verlo, y un viento fresco y arremolinado sopló con fuerza repentina, y se sumó a sus pesares. La vi luchar contra el viento también, y por un segundo la vi elevarse triunfal, y confié que todo iba a estar bien. La vi acercarse a base dos, y creí que iba a terminar, y todo iba a haber sido un simple espectáculo circense gratuito en una tarde sol en un barrio tranquilo, a la altura de un sexto piso. Entonces dio una vuelta sobre sí misma, sintió el golpe del viento en la cara, igual que lo sentí yo, y dio un golpe seco contra la reja. Fue un segundo, y fue lo más cerca que estuvo de mí, y yo fui incapaz de hacer nada, perplejo como estaba, con los músculos tensos y la boca reseca. Y la vi, abierta en cruz, golpear contra la reja. Hizo un ruido seco y hueco, un ruido de muerte. Después de eso, no hubo ni viento ni ruido ni semicírculo y los músculos se aflojaron y no miró a ningún lado (aunque por un instante creí ver que, casi sin poder evitarlo, miró para arriba) y de golpe todo cayó a cero, y como todo, cayó ella, en línea recta, perpendicular al piso. Me quedé quieto y conté con inevitable morbo la cantidad de números que creí había desde la altura de un sexto piso hasta final, y esperé oír un ruido que confirmara mi pronóstico. No hubo ningún ruido. O tal vez lo hubo, pero fue opacado por el sol, o el viento, o el danzar de los árboles y las ropas tendidas en sogas viejas, despreocupados y desposeídos de todo más que inocencia, mientras esa pobre paloma moría estrellada contra el piso.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]