Es sábado. Es de noche, temprano, cerca de las 20.30 hs. Un tren llega a Primera Junta, y avisa que no continúa, que sus pasajeros deben hacer un trasbordo hacia el tren que espera en el andén de enfrente. La gente se levanta sin chistar, y sube al otro tren.
Hay poca gente, y un ánimo general bastante calmo, casi melancólico. Quién sabe qué hace esa gente a esa hora en el subte, tan tranquilos, tan cansados, tan impávidos, tan como el subte el sábado a la noche, que anda, pero parece correr más lento, y tiene una frecuencia mucho menor, porque total a quién le importa…
El segundo vagón de este tren de la década del diez, con toda su madera que cruje y sus bombitas de bajo wattaje en esas simples y decorativas tulipas, está casi vacío. Unas diez personas, digamos. La mayoría sentadas mirando en dirección al futuro. Reina el silencio.
Entonces, por la primera puerta de aquel segundo vagón, sube un muchacho, un joven que no pasa de los treinta, con barba, pantalones oscuros, y un saco gastado. «Y ahora, para todos, un tango», dice a viva voz, sin gritar, pero con firmeza. Y empieza a cantar un tango que no aparece en ningún grandes éxitos, y habla de una mujer, y un señor arrepentido; habla de perdón, y de dolor, y es triste, y el joven no canta mal.
Y es en uno de esos movimientos que provoca la emoción de las letras de tango que el brazo se levanta un poco, y el saco se abre otro poco (o el mismo) y a la vista de todos los que miran (y son casi todos, porque ahora el tren está en el túnel, y no hay nada más para ver, aunque quieran) hay un cinturón, y enganchada en este, una pistola. Se ve claramente la culata, y se adivina sin problemas el cañón dentro del pantalón. Y el joven sigue cantando.
La gente empieza a ponerse nerviosa, y se endurecen como estatuas baratas de arcilla para colegio. Sudan y piensan e imaginan cosas, y temen lo peor, y el túnel se hace enorme, inmenso, infinito. La próxima estación no llega más, y el joven sigue cantando un tango triste que habla de errores y perdón, y tiene una pistola en el cinturón, y en cualquier momento va a sacarla, y a apuntarle a alguien, o a todos, y desde ese extremo del vagón va a caminar hacia el otro, y mientras va a ir ejecutando inocentes -o no tanto- mientras sigue con su tango. O tal vez deje de cantar. Tal vez incluso diga algunas palabras alusivas, casi heroicas, para que algún posible sobreviviente pueda después contar a un medio local de corte amarillista, para que los cronistas se hagan un festín.
Ya nadie escucha el ruido del tren retumbando en el túnel, y la voz del joven se ha hecho tenebrosamente poderosa. La canción va llegando a su fin, pero la estación no llega nunca. La última vocal de la última palabra de la última frase del tango se estira agónicamente en la garganta del joven. No más de diez caras petrificadas lo miran expectantes. «Muchas gracias», dice. «Y ahora…», y él no hace una pausa, pero todos escuchan una pausa, y esperan que diga que los va a matar a todos, o que va a darle sentido a su vida, o a la de ellos, o que no le queda otra, o que no importa que entiendan, o que es triste pero es así, como el tango. Eso, o cualquier cosa que suene igual de grandilocuente. «Y ahora, voy a pasar una gorra, para los que quieran colaborar», dice.
En un movimiento rápido mete la mano en el bolsillo, y saca una gorra. Con paso tranquilo y decidido empieza a caminar hacia la audiencia, en la zurda la gorra. Casi todos le dan algo, sin cambiar de expresión ni dejar de sudar. Él parece tranquilo, satisfecho, convencido de lo que hace. Cuando llega al extremo, da la vuelta; y en este viaje de vuelta, da vuelta la gorra y se mete en el bolsillo del pantalón lo recaudado. Vuelve a su lugar de origen, mira al pasaje nuevamente, y dice: «Muchas gracias, que tengan buen viaje ». Y los mira.
Un segundo después, el tren abre sus puertas, y el joven se baja.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]