Estoy sentado en un Bonafide junto a la ventana. A mi derecha, el largo del local, y bien pegado a mí, tres veintiañieras que hablan pavadas (demasiado fuerte y demasiado cerca para mi gusto). A mi izquierda, un cerco de madera, una canastita con chocolates, el vidrio, y más allá la calle, el sol, los autos, la gente.
Intento perder mis pensamientos en algún lado, y me cuesta. Una de tantas figuras pasa por la ventana del mundo. Sólo que ésta no sigue, como todas las demás, sino que se queda. Lo sé aunque no lo vea, porque percibo una silueta. No quiero mirar: que mire lo que quiera en la vidriera, y se vaya. Y trato de seguir en lo mío. Y no puedo. Y no se va.
Y ya me empiezo a poner nervioso. Y entonces miro, ¿qué más puedo hacer?
La cara de la señora me angustia de golpe, de prepo. Con la cabeza colgando mira hacia abajo, hacia los chocolates. No tiene ninguna expresión en particular, sólo la de aquel que piensa, del que siente sin querer. Y yo me empecino en estar seguro que esa señora quería comprar chocolates, porque hace mucho que no come dulces, o porque piensa en sus nietos, o sólo porque se tentó, o recordó aquellos años de chocolates y risas. Y sin embargo, no puede, porque no da el presupuesto. El bolsillo dice que no, ¿qué podés hacer? Y mientras barrunta y piensa qué gasto podría evitar para poder afrontar los chocolates, aprieta fuerte el monedero, y la espalda se le encorva un poco más.
Y entonces, con aire cansino, se aleja.
Y yo ya no quiero mi café.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]