Creo que descubrí la manera de erradicar el flagelo de la depresión de las 6 de la tarde del domingo. Era más fácil de lo que uno puede llegar a imaginar. Sólo hace falta despertarse deprimido. O en todo caso, de no lograr esto, es válido también deprimirse instantáneamente, apenas abiertos los ojos. De esta manera se puede asumir de temprano ya, que el día está perdido y será lo único que puede ser un domingo. Un día de mierda. Extender el “temprano” hasta lo más tarde posible, ayuda también.
El concepto de domingo debe venir en el BIOS de cada uno de nosotros, allá abajo, con esas cosas que no se aprenden ni preguntan ni cuestionan ni cambian. No pude encontrar hasta ahora un alma que no sufra el domingo.
De una u otra manera, todos sufrimos el domingo. El domingo nos recuerda que estamos vivos, y nos hace pensar si queremos estarlo. El domingo nos pone a prueba. Nos pisa el castillo de arena que nos llevó seis días construir. Nos dice, nos grita en la cara, que no somos lo que queremos, sino sólo lo que podemos. Nos enfrenta con lo que no queremos ver todos los días, con lo que preferimos no pensar. Nos muestra que la vida corre en ciclos de siete días, y que siempre volvemos a empezar, siempre estamos en la línea de partida, porque es dónde nos pusieron; no nos preguntaron, ni podemos salir, ni pensar en otra cosa, porque adonde miremos lo único que podemos ver es esta pista, esta carrera que va en paralelo con tantas otras, corridas por tantos como nosotros. Qué más nos queda que correr como posesos? No sabemos dónde vamos, ni qué buscamos, no ganamos nunca, no sabemos cómo, ni cuál es el premio, ni si lo hay, ni si nos gusta, ni si lo queremos. Somos todos unos imbéciles, y nos peleamos por ver quién lo es menos. Alguien nos está mirando y se está cagando de risa.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]