No sé si a todos les pase, pero a mi me pasa todo el tiempo: cada vez que tengo que hacer algo que involucre terceros, por pequeño que sea, lo ensayo antes mentalmente tantas veces como sea posible.
Suena absurdo, lo sé, pero así es. Tal vez la espontaneidad no sea mi fuerte, tal vez sea un perfeccionista, un inseguro, un salame, o todo junto. Como sea, es lo que sucede.
Faltan sólo tres minutos para que salga el tren, según lo indican el cartel y mi reloj. Parado en la cola, atrás de un señor gris de traje azul, mientras, como de costumbre, escucho música, espero que me llegue el turno y ensayo, mientras tanto, mi acto por venir: “Hola; Once”. Es fundamental el saludo, según yo lo veo. Después de años de atender al público, y de lidiar con gente, y de ver, en estas y otras ocasiones, qué asquerosa puede ser la gente, no puedo dejar de sentir que ese “hola” puede hacer la diferencia, sino para él, al menos para mí.
Sé sin mirar que detrás del vidrio está el pibe de siempre, el de anteojos. El de anteojos y teléfono, debería decir, porque no recuerdo vez que lo haya visto sin el teléfono en la oreja, manteniendo vaya uno a saber qué tipo de conversación mientras despacha boletos alienadamente, recibe y entrega monedas y billetes. A su derecha ha de estar, si el mundo no enloqueció del todo aún, el señor de barba. Éste parece preferir el mate al teléfono, en una elección que, íntimamente, considero afortunada.
Y así como los conozco a ambos, presumo, tal vez estúpidamente, que ellos, de entre todas las millones de caras que ven por día, recuerdan la mía. Tal vez en el fondo espero que me recuerden por ser uno de los pocos que, al destino, anteponen el saludo.
El tiempo corre, como siempre en la ciudad. El tren espera en el andén, ansioso. La gente se agolpa en las puertas a la espera de la partida. La gente cruza los molinetes, frenética. El de seguridad mira la escena, igual que miró la misma escena durante muchas horas de muchos días de muchos meses. Yo, como tantas veces, tantos días, tantos meses, ensayo en silencio, casi sin prestar atención a la música en los auriculares: “Hola; Once”.
El señor gris de azul avanza; yo avanzo detrás de él, billete en mano. Sé positivamente, como todos en esta fila, que el destino va a señalar un momento, un instante, un lugar, un punto, y que no todos podemos subir a ese tren. Así de profético y de filosófico es viajar en tren. Y todos esperamos ser parte de los elegidos. Me empiezo a impacientar, y vislumbro la escena completa: “Hola; Once”. Después, una picada infernal de cuatro metros al tren, y entonces sí, el alivio.
Ya sólo me separa del pibe de anteojos el señor gris. Me saco el auricular izquierdo, acomodo la mochila, vuelvo a chequear el valor del billete, y lo cambio de mano: ya estoy ahí.
El señor de azul ordena lo suyo, entrega lo que debe, toma lo que se le es dado, y emprende la rauda retirada. En un rápido movimiento, agazapado y corvo, con todos los músculos tensos y prontos, me abalanzo contra la ventanilla. Al tiempo que deslizo el billete por la hendija y contengo la respiración, le espeto: “Hola; Once”. El pibe está con la cara de siempre, la que le conozco, con los anteojos y el teléfono. Estira la mano, presto a tomar el billete, pero se detiene en seco. Alza la vista, y aparta levemente la bocina del aparato. Me lanza un “…” ininteligible. Oíme, la puta que te parió, que se me va el tren! Largá ese teléfono de mierda y dame bola a mí! “Once!” repito, ya un tanto más nervioso. Y el pibe repite la escena. Me saco el auricular derecho, porque este hijo de puta, además de sordo es mudo! “Once!” repito, un tanto más imperativo. Y entonces lo escucho al pibe de anteojos: “Estamos en Once”.
Y antes de que pueda hacer nada, escucho el ruido característico de las puertas cerrándose.
No sé si a todos les pase, pero a mi me pasa todo el tiempo.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]