El reloj del cartel marcaba las 17.10, y el próximo tren, según se anunciaba, salía a las 17.14 . Boleto en mano, apuré el paso para llegar adelante antes de la partida.
Al llegar a la primera puerta, me encontré con el guarda parado en el andén, esperando que el ininteligible parlante anunciara que “… se encuentra despachado”, señal de que debe cerrar las puertas y emprender la retirada. Me apuntalé ahí como suele hacerse, esperando también al locutor.
No había pasado ni un minuto cuando escuché el parlante, y antes de intentar descifrar el contenido del mensaje, me metí al vagón. Fue un paso nada más, ya que esa puerta es la del lado que yo bajo. Sin embargo, el guarda no subió: al parlante avisaba otra cosa. Entonces, siento una voz por detrás que clama “Permiso”, un toque en la espalda, y una mujer de traje bordó que pasa por mi lado. Baja del tren y se acerca al guarda, que seguía a un metro de la puerta. Le murmura algo, y yo, no sé si por chusma, prejuicioso, o por la necesidad de hacer algo más que esperar la partida, intuyo que la señora es una de esas desprevenidas, como suelo ser yo, que sube al tren sin revisar si va aquí o allá. El guarda se da vuelta, y cómo si a su cara le hiciera falta guión, pregunta: “¿Cómo?”. Algo escucho de lo que ella explica: “…nadie… al nene? Porque uno paga el boleto… asientos!” La señora vuelve a entrar en el tren, tras ella el señor guarda, y más atrás, mi mirada. Entonces entiendo (o no).
Sobre uno de los asientos, que resultan ser dos, uno al lado del otro, duerme lo más campante, con las piernas y los brazos encogidos y la cabeza tapada con la capucha del buzo, gozando de todas las comodidades que esos dos asientos de tren de plástico duro pueden ofrecer, un nene. Un nene que, según puedo entender, no baja de 13 ni pasa de 16. la señora entonces se adentra en el medio del vagón, dejando al guarda hacer lo suyo, porque su parte ya fue cumplida (y yo me permito agregar que de manera soberbia).
El guarda se acerca, se inclina, y musita al oído del nene, al tiempo que lo sacude un poco. A la tercera vez, que es cuando yo llego a escuchar “Gordo, gordo, me escuchás..?”, el chico hacer algún ademán o gesto, y el brazo del guarda lo sienta, y lo acomoda sobre la ventanilla. El guarda se da vuelta, con la intención de volver a la puerta, y el chico automáticamente vuelve a acostarse.
El guarda pasa a mi lado esbozando una sonrisa que no sé descifrar. El flaco que está al lado mío cruza una mirada conmigo, al tiempo que profesa: “Déjenlo…”. “Es que hay muchos que se creen que por cero cincuenta que pagan pueden viajar en primera…” retruco. A la distancia, el guarda sonríe cómplice, como quien quiere pero no puede.
Como suele pasar en estos casos, todos tenemos algo para decir. Aunque no todos lo decimos. Pero alguno siempre lo dice. Yo, como siempre, escucho desde un rincón. El que habla es un señor sin cara, sentado en un asiento de uno: “El otro día lo mismo, dos vagos ahí tirados, ocupando los dos asientos. Tuvieron que llamar a la policía para bajarlos. Y claro, no pueden ocupar asientos así”. Yo me sonrío, porque a veces no sé qué más hacer.
El guarda pide permiso, y en lo que es para mí un acto de lo más inocente y normal, se mete en la cabina del conductor. El viaje transcurre sin más hasta la primera estación. Entrando a la estación, el guarda sale, y se acerca a la puerta opuesta a la mía, para accionar el mando supremo que libera a esas hordas semiformes. Alguien pregunta, y alguien responde: “Sí, ya llam… bajar… nene…”. En el lugar exacto donde queda la primera puerta, y además de un cúmulo de gente que empuja para entrar, hay un señor morrudo con campera de la empresa. Cruza unas palabras con el guarda, y entra. Se acerca el chico. “Gordo… estás despierto?… Me escuchás?… levantate gordo…”. el gordo no responde. “Dejalo dormir!” espeta uno. Varias caras se dan vuelta y miran con cara de pocos amigos. Por un momento temo que vayan a romperme la cara a trompadas. Por un segundo momento, igual de breve, aspiro a que las hojas manuscritas de mis alumnos que penden de mis dedos me salven. Hay sonidos de todos lados, pero no logro decodificarlos: ¿Son a favor, o en contra?
El señor sale. “Golpeale, que están ahí atrás. Que vengan decile.” Le ordena a algún otro. El gordo, que de gordo no tiene nada, se endereza. “Los voy a cagar a palos, llamen a la yuta si quieren, manga de putos.” Y se apoya contra la ventana. Automáticamente, una señorita (un NN de sexo femenino y corta edad, para ser precisos, porque no es más que eso) se zambulle en el asiento que ha quedado ahora libre. La señora de bordó ya no se ve alrededor. El señor morrudo vuelve, pero esta vez con un amigo de chaleco naranja. Otro, amigo de éste, espera afuera. Tiene cigarrillo y bigote, pero no chaleco: es de mayor rango.
El morrudo y el naranja se aproximan entonces al chico, y le susurran algo. Nada. “Dale, vení conmigo, vamos para atrás” dice el naranja. El chico tarda. “Dale, vamos.” El morrudo mira de cerca. El chico se levanta. Otro NN se apura en llenar la nueva vacante. Salen. “Los voy a cagar a tiros, putos!” grita desde el andén el chico, mientras se aleja, escoltado por bigote y naranja. Como si no hubiera tenido suficiente, el guarda lo chanza al morrudo: “No era tan difícil, ¿eh?”. El morrudo no responde. “Vaamos, que quiero llegar a mi casa!” se escucha de fondo. “Cuando viajan todos apretados como ganado nadie se queja, ¿no? Hoy a la mañana no había trenes, y nos los vi hacer tanto quilombo, ¿eh?”. Es el muchacho de antes, que desde atrás mío les canta algunas. “Es a pedido del público presente.” dicta el guarda, probablemente cansado ya de que lo pongan en situaciones de mierda por seis con setenta y cuatro la hora, mientras se mete a la cabina nuevamente. Me doy vuelta y vuelvo a cruzarme con la mirada del hombre de traje y pelo a lo Beckham: “Pagaron cero cincuenta, tienen derecho a sentarse”, le sugiero. Sólo devuelve una sonrisa, y un sonido de esos. Ahora es el señor sin cara el que vuelve a profesar: “Después dicen que uno los discrimina. Si vos no pagás el boleto, te hacen quilombo… Pero claro, ellos pueden ocupar los asientos…Yo no tengo nada en contra, si yo hasta hay uno que yo lo saqué de la calle…”. Sé que siguió hablando, pero creo que ya no escuché.
Me acerco aún más a la claridad de la ventana, e intento volver a leer esos manuscritos adolescentes. “Ojalá que suban dos embarazadas y les quiten el asiento”. Devuelvo una sonrisa cómplice. “Sí, en serio: ojalá que suban dos embarazadas y les quiten el asiento, por forras.”
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]