El sol mordía el asfalto cuando despertó. Primero un ojo y después el otro, siempre es así. Y automáticamente todo giró de nuevo, como había girado la última vez que había tenido los ojos abiertos. Como gira la vida todo el tiempo, con los ojos abiertos o cerrados (es difícil mirar a la vida a los ojos) El regusto a muerte en la boca le recordó algo. Le recordó a alguien. Inmediatamente supo que era él su propio recuerdo. Y el alcohol de la noche pasada no ayudaba en nada. Aunque había ayudado en su momento. O no, nunca estaba seguro. Y sin embargo, muy seguido se permitía el derecho de la duda. Y todo seguía girando: la vida es movimiento.
No hubo un solo músculo de su desdichado cuerpo dispuesto a la vida. Pero el cerebro no es un músculo, y en menos de lo que tarda en morir una idea, otra nueva nace. Y las imágenes se imponen en prepotentes andanadas, y ya está, eso es todo. Y el olor de cigarros muertos y alcoholes idos recalentados por el rayo que penetra por la ventana tiñe todo de asco. Duelen el cuerpo y la cabeza, y todo gira. El sudor reseco en la frente, los ojos pegados, la boca seca y espesa, los miembros muertos, los pelos revueltos, un pijama de ropas de día y una cama improvisada en un viejo sillón. Y el sol por todos lados, que duele más que nadie. Afuera los niños juegan en la plaza, y las madres simulan matrimonios felices y vidas completas.
Así de difícil fue despertarse. Despertarse es siempre difícil. Pasar de la nada a la vida en un pestañeo es mucho para un hombre. Y pasa cada día, y es como nacer de nuevo, y enfrentarse al afuera cada vez. Y lo primero que hace un niño cuando nace es llorar, qué más claro que eso. Y después nos ponemos grandes y ya no lloramos cada vez que despertamos. No con lágrimas. Qué más prepotente que la vida? Qué más molesto que una resaca? Un hedor de podredumbre le allanó el pecho y le caló el aliento, y un suspiro rancio se arrastró por la nariz como un gusano maldito. Pensó en cigarrillos y estiró la mano. Encontró el atado, sacó uno, y lo apretó con los labios. El encendedor seguía en el bolsillo del jean. Lo encendió y chupó. Una arcada rechazó el humo, y apunto estuvo de acompañarlo de vaya uno a saber qué otras cosas. Quiso apagarlo, pero no pudo; lo dejó morir entre los dedos. El humo bailaba más azul que nunca entre los haces de sol. Cerró los ojos, como si el mundo pudiera pararse, desaparecer.
Pero el mundo no desapareció, simplemente cambió. Y ya no había sol, ni niños ni madres. Pero sí mucho humo, y vahos, y muchas cosas todavía seguían doliendo. Y estaba ella. Ella siempre estaba, pintada en los párpados parecía. Y entonces no hubo nada más, sólo ella. Quiso tocarla, quiso hablarle, quiso llorar. Quiso acercarse sin miedo, besarle la frente y acariciarle el pelo, decirle cuánto la necesitaba, contarle todo su amor, y pedirle que volviera a casa a poner un poco de orden. Sólo entonces lloró. Solo, entonces, lloró. Las lágrimas, pesadas y vacías, le quemaron las sienes y le inundaron las orejas. Quiso un llanto visceral, violento, emocional, agresivo, abrasivo, demoledor. Quiso extinguirse en un aullido infinito que, creyó, llegaría hasta ella y la traería de la mano como en un cuento popular. Quiso que todos sufrieran con su aullido, y retumbaran todos los muros, y cayeran paredes y temblaran las nubes, y un viento gélido frenara el mundo y lo volviera posible y bello, y un fuego verde ahogara las voces vacías de un mundo sordo y les diera color. Quiso perder la vida en un baladro.
Y busco fuerzas para mover ese pecho, para sacarlo todo. Buscó en ese pecho hinchado de vacío, oprimido, agobiado por la nada, ahogado de dolor seco. Y una mano inerte le estrujó el corazón, como queriendo exorcizarlo de tanta miseria, de tanta angustia marchita. Y ni un solo sonido nació de ese pecho. Y es que cuando el dolor se desborda, agudo, y se cierra la garganta, y el aire no llega a los pulmones, y el oxígeno no llega al cerebro, y la sangre hierve en las venas, y sangrás por dentro, y se tensan los músculos, y apretás los puños, y el sudor está helado, y tenés la boca abierta y seca, y el corazón viejo y cansado, cerrado por dentro, y te duele la cabeza, y todo quema por dentro, y ya no aguantás más estar de rodillas… entonces ya no queda lugar para los sonidos. Y entonces toda esa tristeza es tuya y sólo tuya, y ya no hay con quién compartirla. Y ésta fue suya, y no hubo con quién compartirla.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]