Todo empezó con una bravuconada. La típica bravuconada absurda -como todas- a manos de un señor que maneja un automóvil.
Jorge iba camino a casa, después de una noche de trabajo. Serían las tres, o tal vez las cuatro de la mañana. Iba con su auto viejo, bastante destartalado, por alguna avenida de Barracas. Venía tranquilo, pero apurado por llegar a casa, encontrar a la familia durmiendo, tirarse unas horas, y al otro día arrancar de nuevo, relativamente temprano.
Porque sí, porque a veces pasa, se encontró, en esa avenida, en algún punto de esa avenida, con un señor que, muy apurado, manejaba un auto muy caro. El señor, quién sabe por qué motivo, y los detalles del evento, le tiró el auto encima a Jorge, como suele decirse. Lo encerró, a veces se dice así también. Y siguió apurado por la avenida desierta del barrio de Barracas, esa noche oscura y despejada de frío.
Jorge podría haber hecho caso omiso del evento, y seguir su camino sin más. Podría, pero no pudo. Y pisó el acelerador del auto viejo y destartalado, hasta que, unas cuadras después, lo alcanzó, y lo encerró, y le hizo pegar al señor del auto caro un buen susto. A Jorge no le importaba tanto su auto viejo y destartalado de chapa noble como al señor el endeble y seguro plástico de su auto importado y caro.
Una vez que lo hubo encerrado, y lo tuvo a la par, le gritó algunas cosas poco cordiales. El señor seguramente correspondió con algunas otras del estilo, y entonces, considerándolo resuelto, Jorge arrancó y se fue, a ver si podía llegar a casa rápido, encontrar a la familia durmiendo, y tirarse un par de horas antes de tener que arrancar de nuevo al rato nada más.
Sólo que el señor, aparentemente, no vio las cosas de la misma manera, y pensó que se merecía otra revancha. La situación se volvió inversa entonces, y fue el señor el que pisó el acelerador del auto nuevo y caro, y persiguió al viejo y destartalado coche de chapa noble. Y rápidamente lo alcanzó.
Y cuando lo alcanzó, repitió la escena, y le propinó a Jorge algunos improperios, de coche a coche. Sólo que esta vez el señor se tomó la licencia, en virtud de la escalada, de acompañar sus gestos y sus palabras con una hermosa nueve milímetros que empuñaba con su mano derecha, y apuntaba directamente a la cabeza de Jorge.
Jorge se quedó inmóvil. Fue un segundo eterno en el que el señor, cortando el camino con su auto caro, le gritaba cosas mientras le apuntaba con una hermosa nueve milímetros. En ese segundo, Jorge estaba inmóvil, y pensaba mil cosas, a la vez que, más allá de la vista del señor, tanteaba su pistola reglamentaria, que descansaba bajo su muslo izquierdo, donde habitualmente la ponía al subirse al auto.
Y lo escuchaba, y al mismo tiempo acariciaba la nueve, y lo miraba, y pensaba que tenía una familia que dormía, y que él mismo tenía sueño, y ganas de tirarse un rato, porque al rato nada más tenía adicionales y cosas que hacer. Y la derecha se movía inquieta sobre la culata de la nueve, y todo pasaba muy rápido, y Jorge que había podido hacerse el bravucón con el auto, estaba a punto de hacerse el bravucón de nuevo, y sacar el fierro, y apuntarle; o directamente volarle los sesos al señor del auto caro.
Y volvió a pensar en su familia, en su casa, en mil cosas, y se quedó inmóvil, y antes de que pudiera decidirse a moverse, el señor de auto caro y pistola en mano arrancó y se fue.
Cuando llegó encontró a la familia durmiendo, y se quiso tirar unas horas, porque al rato nada más tenía que seguir, pero no pudo. Se quedó en el sillón, a oscuras, y cuando la familia se despertó, y vio el desayuno servido, preguntó que qué pasaba, y él dijo que nada, que les había preparado el desayuno.