Primero no hay nada. Después, en un segundo, como dice Paul Auster, la historia está ahí, adentro de uno, y no hay nada que hacer. Papel, lápiz, máquina, teclado, grabador, o lo que sea, y se empieza.
Y de ahí en más, la obsesión y el trabajo duro. Y en lo posible, no descansar hasta terminar (siempre dependiendo de la longitud esperada de la obra, claro). Las ideas vienen en mareas, vienen palabras, imágenes, nombres, lugares, referencias a otras obras, olores, colores, sensaciones.
Después, encerrarse y producir. Vienen los cigarrillos, la música, el alcohol, la nada. Ordenar el escritorio, poner todo en orden, buscar la situación perfecta, que puede ser cualquiera, y mirar la hoja en blanco.
Mirar la hoja en blanco, y pensar cómo empezar.
Y ahí se pueden ir horas.
Y en esas horas pasan cosas, y uno siente que no pasa nada, pero pasan miles de cosas. Y es mirar la hoja en blanco, y pensar, y nada más; y uno siente que, si no hace nada, si el cuerpo no hace nada, entonces no está pasando nada. Y está pasando todo.
Y finalmente, empezar. La primera frase. Y entonces ya está, uno ya está perdido: lo que era idea, es ahora historia. La idea se arma sola, y uno nada más la mira, la toma, y le cambia algunas partecitas. En el confín de la casa o la pieza habla solo, camina, fabula, hace caras, piensa, imagina, bosqueja, y con suerte, escribe.
Y de nuevo, dependiendo de la longitud de la obra, pasan horas, o días, o meses.
Y un día está terminada, o algo así.
Y después pueden pasar muchas cosas, y eventualmente alguien la lee. O no. Y a alguien le parece genial, y a algunos otros, no. Y a algunos les significa todo, y a otros, obvio, la nada misma.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]