…una piecita, el baño… algo así? Tendría que cambiarme…
Mirá, ahí está el baño, si querés…
Gracias.
Miré, porque primero quería mirar. Porque uno suele mirar adónde se va a meter si no conoce. Y yo no conocía. Una puerta disimulada debajo de una escalera, humilde y sin demasiadas, acaso ninguna, ambiciones, pintada de no uno ni dos sino muchos colores, pero perfectamente delimitados por las molduras de la madera, como los contornos que hacíamos con el marcador cuando chicos antes de pintar un dibujo (“hacé primero el borde, así no te pasás”) En medio de mi inspección preliminar, me encuentro la cara de Diego Rivera que me mira. Me mira y no me entiende. Ni yo a él, claro, pero no nos importa. Nos hacemos un exhaustivo análisis, pero en silencio. Yo sé que él pinta, pintaba o pintó, y él sabe, o va a saber en breve, que yo toco, tocaba o toqué en una banda. De ser muy expeditivo podrá enterarse que toco el bajo, y hasta incluso, de proponérselo, el nombre de la banda. Ahí nomás ya me madrugó, porque yo no sé nada de su pintura, y además no me gusta mucho. Pero estamos en paz, sin rencores.
Entro. Ahora ya no está disimulado, yo estoy adentro, lo veo por completo, y me doy cuenta que por más que quisiera, él no yo, el baño no Diego, no podría disimular ya que está bajo la escalera. La pronunciada pendiente que presenta el techo lo haría casi imposible. Es blanco, porque el blanco es la pureza, es el bien, es lo bueno, es el cielo, es la paloma de la paz, es el médico que sabe lo que pocos, que te da o te quita la vida, que te la salva o todo lo contrario, es el pañuelo preferido de Gardel, es la sal que Ghandi eligió como símbolo eterno, es su túnica también, es el niño que estudia, el futuro del país, la esperanza, la nueva generación, son las medias tres cuartas, es el paisaje de Florida al 200 el martes al mediodía, sobre los hombros de gente que vende celulares o ilusiones, y se convierte en algo mejor con sólo su camisa blanca y su corbata “al tono” (así se dice para quedar bien sin decir nada), es la manga que llevaban los policías arriba de la camisa cuando yo era chico, porque eran las mangas del bien, de la justicia, del deber bien cumplido, es una linda sonrisa, es la túnica de la madre Teresa, es la leche que da la vida y el calcio y la salud, son los huesos, que nos sobreviven siempre, es una nube con forma de perro echado, es un jazmín, es el papel de las cartas de amor, es tu peor enemigo antes de escribir, es el caballo de San Martín. Todo eso es el blanco, y por eso, por todo eso, el baño está, como debe ser, pintado de blanco. El mobiliario, que afortunadamente no se mueve casi nunca, es blanco también. Hay una luz, la prendo. Inodoro, pileta, papel higiénico, espejo, desodorante, y una ventanita con vitraux. Casi perfecto. HÑabría sido útil un cenicero, pero no puede exigirse, ni labrar actas por su ausencia; la pileta va a servir.
La inspección terminó, y yo, como ya dije, me tengo que cambiar (vine fallado) No, va a tener que ser simplemente la ropa, porque no tengo tiempo de negociar.
El bolso, al piso. Prendo un pucho y lo dejo en mi improvisado cenicero.
Prontamente descubro que es un lugar pequeño y cerrado para fumar, pero ya está. Descubro también que la puerta no tiene traba. Casi perfecto el baño, y no tiene traba. Claro, por eso “casi”. Me invaden las fantasías absurdas (o no tanto) de ser descubierto en pleno proceso de recambio, en calzoncillos y con medias (huelga decir que es la peor imagen que puede dar un hombre) sin camisa y con cara de asombro, por una adolescente inocente, o una señora de la primera hora de Sábados Circulares, o la mujer del reverendo. Me hago el superado y pienso que no tengo opción: la traba no está, y no hay nada que yo pueda hacer ahora, y no tengo tiempo de agenciarme una, ni ganas, ni sé qué opina Diego. Podría confiar en él para advertir a los desprevenidos, pero no tenemos tanto confianza, y no me animo a pedírselo. Y, por otro lado, me permito asumir que lo suyo es el voyeourismo, el mirar sin decir, el participar tácitamente, y el morbo, de ver la situación venir y quedarse esperando el temido desenlace, las caras de asombro, las vergüenzas, las exclamaciones, y las mejillas sonrosadas. No, Diego no cuenta, mejor me cambio.
Primero los borcegos. Vueltas y vueltas de cordones tengo que desandar. Es lo lindo del borcego, esa sensación de seguridad, de “tranquilo, te tengo”. Es como los primeros días de frío, cuando uno todavía no lo odia, ni desea el calor porque estaba recién despedido, conviviendo aún, como un divorcio sin peleas de mutuo acuerdo, y uno se acuesta, y hace frío, ese frío que no entra por la ventana ni por la puerta, sino que está y listo, y uno pone la frazada, y se tapa hasta acá, y se hace bolita, y se le ríe al frío en la cara, y al menos una victoria se puede tener en la vida, aunque sea de la mano de la frazada (ya se puede dormir con la conciencia tranquila, hoy le gané al frío) así son los borcegos y sus cordones.
Una calada, y vuelta al cenicero.
Ahora la remera. Está ajustada, ceñida como dicen, pero sale. Despeina, eso sí. Pero claro, nada es gratis en esta vida. El torso al desnudo (lindo título para algo parece) no es mi estado predilecto. De hecho, lejos está de eso. Hace cinco segundos que estoy en cuero, y tengo ropa por quitar todavía, pero las alarmas empiezan a sonar: Estoy en cuero, y no puede durar. Abro entonces el bolso (cómo me gusta que tenga dos cierres!!). Primero el saco. Lo cuelgo entonces, tendrá que esperar un poco, ahora no puede ser (hay que ser ordenado…) lo cuelgo, digo, del porta-papel-higiénico. Es casi perfecto el baño, y ahora, ahora que lo necesito, y como suele pasar, ahora me doy cuenta que no tiene un percherito, un ganchito, un clavo, una moldura, un recoveco. Sobre el papel entonces, qué tanto. Ahí veo la camisa ya. Blanca e impoluta como siempre. Cada lavado le devuelve su estado virginal. Me calzo la camisa, y botón por botón, empezando por arriba pero desde el segundo, me la abrocho. (No, las mangas no, porque, para ser sincero, me queda un poco corta de mangas, y se me arremango, no se nota.) Me estoy poniendo años de historia sobre los hombros, y tardo algunos segundos en notarlo. Pero lo noto, de golpe lo noto. La camisa parece tener una textura igual a ninguna otra, es suave, cálida, pero con personalidad, rígida también, cariñosa y fuerte a la vez. Me siento lo más parecido que puedo a Clark Kent en su cabina telefónica. Esa camisa blanca es la base de mi costado más heroico. Carga cuatro años de historia. De historias. De historias de Vengador, así, con mayúscula. Carga en realidad con menos, porque es la sucesora de aquella que quisiera el destino que quedara en Chile, para ser fiel reflejo y testigo de nuestro paso por el vecino país. Reaparece hoy después de mucho tiempo, y tal vez ni ella pueda entender qué cambiado está todo. Será testigo en breve de una situación por demás especial, y tal vez ni lo sepa, ni lo note. (Tal vez ni siquiera yo pueda dimensionarlo correctamente) Tal vez no sepa que arriba hay un casamiento, tal vez no sepa que Diego pispea de reojo los instrumentos, porque el set ya está armado, desde temprano. Tal vez no sepa que una de sus colegas se despide hoy, y que otra de las que tendrá por compañera hace hoy su entrada triunfal, en silencio, como la bandera de ceremonias. Tal vez no sepa que una viste un batero en retirada, y la otra un flamante guitarrista, y la restante (porque hoy serán cuatro) un guitarrista medianamente emocionado. Tal vez no sepa que hoy no va a recibir mucho sudor. Tal vez de saberlo podría disfrutarlo por anticipado. Tal vez no sepa que va a ver caras como nunca las vio. Tal vez no se espere la gente bailando, la luz de la media tarde entrando por la ventana del fondo, los mozos entre la gente, tal vez no conozca los temas nuevos, tal vez no espere tantos flashes, ni tantas cámaras, tal vez no espere un nuevo bajo en su regazo, tal vez no sepa lo incierto de su futuro. Tal vez tampoco yo.
Otra calada.
Llega el turno de los pantalones. El antiguo ritual de sacarse el pantalón sin caerse y sin tirar nada. Que no se caigan las monedas, los papelitos (la enseña que Minguito nos legó), la plata, la billetera, sacar el encendedor (puedo necesitarlo después), el pañuelo (hoy no traje, pero suelo hacerlo, y lo extraño, porque es un seguro, como el bollito de papel higiénico que nos ponía la abuela en el bolsillo del guardapolvo, por las dudas, porque solo es para eso, por la duda de que quizás en el baño no haya, aunque es cierto que en general no hay, pero en este sí, porque es casi perfecto) los chicles, si tengo, en fin, cosas propias de los bolsillos. Ahora doblarlo. No por prolijidad, sino para que entre en el bolso. Y para que no se caiga nada de lo que queda. Sobre todo las monedas, que son difíciles de encontrar cuando se caen, y que además las necesitás para viajar, porque si te faltan cinco, sonaste, no viajás, y andá a conseguir cambio después…
Bolso: entra pantalón, sale pantalón. Al revés, en realidad. Sale uniforme, entra jean recién doblado. Una pierna, la otra, y listo, entró el pantalón. Que está en la misma situación que la camisa, o parecida, pero no lo sabe. Aunque a fuerza de ser sincero (¿debo serlo?) tiene muchos más caminos andados, y más experiencias adquiridas, que la camisa. Además es negro, y no merece un tratamiento tan prístino como la camisa.
Ahora les toca a las medias, así que queda el pantalón desabrochado por el momento. Agacharse con el pantalón abrochado es, no solo incómodo, sino riesgoso. Las costuras ya no vienen como antes, y no es momento propicio para hacer pruebas de calidad. Salen las de toalla, blancas y deportivas ellas (sí, puede que estén un poco resentidas, yo de deporte cero, y nada más humillante para una media deportiva que enfundarla en un borcego, pero bueno, es que no hay medias para borcego, y si las hay son difíciles de conseguir, y caras seguramente, entonces yo uso de toalla, y además intuyo que mucho peor hubiera sido ponerles mocasines negros y bailar para atrás) y entran las negras de algodón, de vestir que le llaman.
Una calada, tímida, cortita.
Aprovechemos entonces que el cierre del pantalón es paciente, y pongámonos los tarros. Eso entonces, me pongo los negros, de vestir, con cordones, sin hebilla, suela de cuero, y un lustre que se disimula y nada más. Los dedos no se quejan porque saben que es en vano, pero está claro que no la pasan muy bien. Son de todos modos solidarios, y se hacen lugar unos a otros. La pugna no es entre ellos, sino con las uñas, pero ese es otro tema.
Algunas caladas a modo de recreo, como para cortar. No es lo mismo fumar descalzo que fumar calzado. Menos si estás con pantalón y zapatos de vestir…
Ahora sí, abrochar el pantalón, primero el botón interior, después el broche, ahora el cierre. Previamente, la camisa adentro, claro, y estirar el boxer, para que no se haga chorizo, que después molesta y no hay cómo arreglarlo. Perfecto. No, casi. Falta el cinturón. De vestir también, claro (como si hubiera ropa de “desvestir”) Me alegra ver que, aunque hace tiempo que no lo uso, el agujero apropiado sigue siendo el mismo.
Bueno, ya casi. Ahora el detalle fundamental. Imprescindible. La diferencia. La corbata, claro. Negra, obvio, porque todos están de acuerdo que la estrella es la camisa, y la dejan ser blanca siempre, para lucirse, porque es la diva, la estrella, es el glamour, es el sueño americano. Es cierto que la corbata, aunque negra, tiene adornitos blancos. Pero no es competencia, no son celos, es solo una oportuna ambientación, es un detalle integrador, es la fiel compañía, propia de aquellos que solo pueden ser buenos amigos. Cómo era el nudo…? Hace tanto que… ah, sí, ya está. ¿O no? A ver… sí, ya está. Listo el nudo entonces. Lo hago un poco más grande de lo necesario, un poco más grande que mi gusto incluso, para darme el lujo de no abrochar el primer botón de la camisa (así como me queda corta de mangas, también me aprieta un poco en el cuello).
Otra calada.
Creo que quedó claro ya que el baño no se destacaba por lo espacioso, y solo un golpe de vista me basta para darme cuenta que el piso parece el corso de Avenida de Mayo. Bolso: primero los borcegos, adentro de estos las medias, blancas de toalla y deportivas, después el jean (que estaba adentro pero tuvo que salir un segundo para que puedan entrar los borcegos sin pisarlos) arriba la remera, doblada como la Crónica 6°, y ya está. ¿Cierra? Sí, justito.
Un movimiento involuntario me enfrenta sorpresivamente con el espejo, y me quedo perplejo, como si hubiera visto un espectro. Bueno, no tanto, es verdad. Pero tengo tiempo de darme cuenta que hace ya mucho que no me veía así, y que el tiempo pasó, no fueron décadas, ni lustros, ni siquiera años, apenas meses podríamos decir. Pero es mucho más que eso. Pasó mi vida. Pero, al igual que aquel Clark Kent, mi vida desaparece y pierde toda la importancia enfundado en mi traje Vengador. Al que le pasaron cosas también es al Vengador. Pasan cosas, eso es. Eso simplemente. Y el espejo sea, quizás entonces, un tanto injusto. Me devuelve una imagen que yo no le pedí. Pero que es real. Me devuelve la extrañeza de verme así vestido, inmerso en el personaje, me devuelve mi otro yo, o alguno de mis otros yos. Me devuelve una foto que debo atesorar, un medio de una situación que debo atesorar. Me da un post-it para que después pueda volver sobre el asunto. Me ata una cintita en el dedo. Siento de golpe todo el peso de mi uniforme, como un Superman racional, que puede darse cuenta de que ahora no es Clark Kent, que ahora no trabaja en una oficina, que ahora es un superhéroe, salva gente, vuela, escapa de la kriptonita, y ve a través de las paredes, aunque por algún motivo no pueda ver a las chicas en bolas. Un Superman que se piensa desde los ojos de Clark Kent. Claro, yo de Superman… la S nada más. Pero me pesa el uniforme. Me pesa lindo, como te pesa la mochila los primeros cinco minutos, cuando estás yendo a Retiro, a tomarte el micro al fin del mundo, y pesa miles de kilos, y te gusta porque simboliza tu libertad, y te la colgás y sabés que pesa, es incómoda, enorme, pero te gusta.
Reviso el peinado, lo acomodo de prepo, Me lamento de no poder hacerlo mejor, y me resigno. Me pongo el saco. Guardo los cigarrillos, el encendedor, lo abrocho, repaso el nudo de la corbata, y lo doy por terminado.
La última calada, y lo tiro al inodoro (lo habría hecho así aunque hubiera habido un cenicero).
Posición de firmes, última reflexión, agarro el bolso con firmeza, como para darme ánimos, si acaso los necesito, o porque nunca están de más, y mejor que sobre y no que falte, me permito tres segundos para detener el mundo, respiro hondo como pocas veces lo hago, y salgo al mundo. Cierro la puerta detrás de mí, y mi mirada se encuentra furtivamente con la de Diego. Finjo suficiencia y me voy sin saludarlo.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]