Y si leer es parte importante en mi vida, y creo que ya todos lo han notado, también lo es el bar: Tengo un algo especial con los bares.
Todo empezó en el párrafo de arriba, y desde entonces los bares son para mí lugares e imágenes especiales. He escrito muchas veces ya sobre bares, y muchas veces más lo hice en papel, sin que llegaran acá.
El bar fue, lo dije varias veces, un segundo hogar, muchas veces, durante mucho tiempo. Y lo sigue siendo. Crecí en un bar, y me tocó aprender de él mucho de lo que sé, y hacerme de la “calle” que todo porteño que se precie dice y debe tener.
Aquel bar se llamaba, y estimo que aún se llama, “Universo”. Típico bar de barrio, vio desfilar toda clase de personajes. No faltaban nunca los tacheros, ni el borracho del pueblo, ni los tres o cuatro “clientes habituales”, ni las parejas que peleaban, ni los vendedores ambulantes. Ni el diariero y el hijo, claro. Tenía su mozo de siempre, y como corresponde, dos dueños españoles, negados a terminar de incorporar el acento argentino. Al mozo se lo llamaba por su nombre, y si los dueños no podían menos que ser Manolo, en la cocina no podía faltar, y no faltaba, Ramón. Café, vermú, plato del día, minutas y pizza, eso es un bar.
El desayuno era siempre el mismo: café con leche y tres de manteca (mi viejo decía que llenaban más que las de grasa, porque eran más grandes). Nuestra mesa (la que está junto a la ventana, la primera a la derecha cuando uno entra por la puerta de la esquina) veía desfilar diariamente a amigos, conocidos y celebridades de momento, unos tras otros.
Y después vino la adolescencia, y de alguna manera fue tiempo de emigrar, de buscar otros horizontes. Pasé mi adolescencia en lugares. La pasé en la escuela, la pasé en la canchita de enfrente, la pasé en casas de amigos, la pasé en Cemento, o cualquier otro lugar de recitales, la pasé en umbrales de puertas anónimas, la pasé en colectivos y subtes, en bibliotecas, en humos de alcohol, la pasé en la calle, la pasé en los libros, la pasé en los discos… Y también la pasé en los bares.
Fue en el verano del ’94, si no me fallan los cálculos, cuando empezamos a ir a La Academia. Se había terminado la escuela, y había que esperar hasta Marzo para tenerla de nuevo. Y sin la escuela (ése sí fue un segundo, o primero, hogar) se hacía difícil. Éramos cuatro, y todas las noches de ese verano, salvo honrosas excepciones, nos juntamos en La Academia. Claro que el dinero brillaba por su ausencia. Entonces, nos juntábamos en la puerta, y pasábamos horas enteras sentados en el umbral que estaba al lado, entre el bar y el kiosco. Hoy no está ya el kiosco, y esa puerta que otrora diera a ningún lado, da hoy a un instituto de inglés.
Por aquél entonces, La Academia tenía todavía algo de aires de historia, y no había sido “remodelada”. Tenía todavía un mozo de vieja data; Tomás se llamaba. Tomás nos conocía, y nos trataba todo lo bien que su borrachera le permitía. No había noche que Tomás no tuviera la mirada perdida, la cara rojo punzó, y un aliento a alcohol digno de una película. A nosotros nos caía bien Tomás, y cuando había unos pesos, entrábamos a jugar al billar. Cuando no, tomábamos gaseosa o cerveza en el umbral. Las bebidas las comprábamos en el kiosco de Casi. Casimiro, así se llamaba el señor. Bajito y de gruesos lentes, sonrisa de amigo y tono amable al hablar, era bueno con nosotros. Entre venta y venta, hablaba con nosotros de lo que fuera. Tenía miedo, decía, de que un día el hijo decidiera vender el kiosco, y entonces él no tuviera ya dónde trabajar (ojalá haya muerto antes que ver su kiosco convertido en instituto). Era buena persona, yo puedo dar fe. Y alguna vez que el fresco del verano apretó de más inesperadamente, y jugaba algún equipo de fútbol, nos hizo pasar por la puerta, y nos convidó televisión. De ahí en más, fue habitual que nos abriera la puerta y adentro, sentados en los escalones de esa escalera que daba al infinito, siguiéramos nuestras charlas pseudofilosóficas.
En aquella época de umbral de bar conocimos a mucha gente, porque la calle alberga a mucha gente, y es fácil hacer amigos. Uno de los personajes que más recuerdo es un señor que por aquél entonces se suponía director de teatro. Antes de toda una debacle que tal vez algunos no conozcan, al lado de La Academia estaba el Hotel Bauen, un lugar de cierta clase, hotel de calidad. Con entrada por Callao y por Corrientes, tenía en su subsuelo un anfiteatro (hoy el hotel es una empresa recuperada, y el teatro se usa para recitales de pequeñas bandas, anque mini conferencias y cosas por el estilo). Y por aquella época de hotel de calidad y director de teatro, este señor tenía una obra allí montada. La obra contaba la historia de un señor que, como él, era fanático de Chicago, y tenía los problemas de un pibe de barrio. No tengo idea si la obra era buena o mala, pero alguna noche, evidentemente, este señor necesitaba que la sala estuviera un poco más llena. Cansado, presumo, de vernos en ese escalón, nos invitó a ver la obra, gratis. Gratis? Sí, entonces queremos! Esa fue la primera vez. A esa le sucedieron quién sabe cuántas, porque vez tras vez, cada vez que necesitamos abrigo o un asiento más cómodo, o simplemente pasar el rato, porque cualquier cosa antes que volver a casa, fuimos a pedirle al señor que nos hiciera unos pases (no como los que él evidentemente se tomaba todas las noches, sino unos que constaban de un papel de mala muerte con un número y su firma).
Y así como fue abrigo o refugio ese teatro, y también Tomás y el billar y La Academia, lo fueron doce docenas de bares de esta ciudad. Y aquel culto que empezó con Universo, y fue más luego La Academia, Británico, Nostalgias y tantos otros, nunca terminó. Podría contar historias sobre la mitad de los bares de esta ciudad, y tal vez todas contarían lo mismo. Los bares han sido, no exclusivamente, mi lugar en el mundo. Y tal vez por eso, y por mucho más, tengo algo especial con los bares.
Por si alguien estaba interesado, el bar Universo ya no existe como tal, es ahora una casa de comida china (o algo por el estilo, sólo lo he visto cerrado).