IV.

El canillita, legado familiar.

Primero cadete, después recepcionista en una agencia de remises. Y después canillita. Había que conseguir plata, porque un adolescente necesita plata, y el bolsillo ajeno era flaco. Un otrora amigo trabajaba en un puesto de diarios, y me ofreció. A mí me venía fácil el asunto, y acepté.

Se trataba de hacer bondeo, que no es ni más ni menos que vender entre los autos cuando el semáforo está en rojo. Así fue que se acabaron las noches de bohemia, porque había que levantarse a las cinco. Empecé a acostarme a las once, y a levantarme antes que febo. Trabajaba en una esquina de Retiro donde había mucho viento y una calle en subida (o bajada, como quiera uno verlo). La paga era mala, pero no importaba. Éramos dos en la calle, y otros dos o tres en el puesto y demases. Todos buena gente, eso era lo bueno.

Es muy duro trabajar en la calle: frío y calor siempre en exceso, nunca el clima está lindo. La paga es poca, el cansancio mucho. Y sin embargo, a mí me gustaba. Me levantaba temprano, iba para allá, trabajaba, cortaba a las once, leía y tomaba mate, comía alguna galletita, fumaba mucho, y me iba al colegio. Yo tenía el peor puesto de todos, por ser el último en entrar, y mi sueldo sólo alcanzaba para pagar los viajes, los cigarros, y guardar un mínimo para el recital del fin de semana. Era suficiente para mí. Por aquel momento era yo joven aún, y tenía exceso de recitales. Me embarcaba entonces en cruzadas que hoy veo demenciales: me levantaba el jueves a las cinco, me iba a trabajar, de ahí me iba al colegio, del colegio a la esquina, de ahí a mi casa a comer y cambiarme, de ahí al ciclo de los jueves de Dr. Jeckyll a ver a alguna banda amiga. Para cuando esto terminaba, eran normalmente, cerca de las cuatro de la mañana. Hacía tiempo entonces en algún escalón hasta la hora de ir a trabajar. El viernes era igual, prácticamente, y el raid terminaba en la mañana del sábado, cuando finalmente me iba a dormir. No sé cómo hacía.

Como no sé tampoco cómo hacía para caminar las decenas de kilómetros que caminaba diariamente en esa calle, primero en subida después en bajada, diario en mano, al azote del sol o la lluvia, el frío o el smog, el ruido y los bocinazos. Y los tacheros.

Atrás del puesto había una parada de taxis, y a falta de bar, un cafetero. Le decíamos Palito, por razones obvias. También estaba Mancuso, un muchacho que había perdido a su mujer y su brazo izquierdo en un accidente de tren. Si esto fue causa o consecuencia de su problema con el alcohol nunca quedó claro, pero después de todo es un detalle menor. Mancu habría las puertas de los taxis, y si no venía es porque se había excedido con el vino. Creo recordar que tenía una hija, y esto era más triste que la ausencia de su brazo.

Triste pero cómico era también ver a los tacheros inventar hazañas. Quien no ha estado nunca inmerso en esto puede verse inclinado a despotricar contra los tacheros, pero la verdad es que no es más que una forma de pasar el tiempo. No es dañino mentir si todos sabemos de la mentira, y yo creo que de eso se trataba. Era sólo decir algo que mantuviera el suspenso hasta que llegara el viaje o se acabara el café; es sólo una manera de gambetear la rutina. Eran, ahora me parece, todos personajes pintorescos a su manera. Es lindo estar en la calle.

Meses después el puesto cambió de dueños, y yo tuve que cambiar de trabajo. Y me fui a otra parada, quince cuadras más arriba.

[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]

S.

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