No había siquiera llegado la hora del té cuando empezó. Confundida con cansancio, contractura y sueño apareció la migraña. Que estuviera nadando entre papeles, tapado de trabajo y de mal humor no ayudaba, claro.
Recordé entonces la tarde de algún día pasado no hacía tanto en que, haciendo uso de todas mis dotes artísticas, había recortado del correspondiente blister la última morada píldora de Migral que me quedaba. (no había cortado un cuadradito, como normalmente se hace, sino que había trabajado febrilmente en volver los bordes lo más romos posibles: un huevo frito rojo parecía)
Confiado y envalentonado le dije a todo aquel que preguntó si había tomado algo, que aún no, que estaba esperando a terminar lo que tenía por la mitad, y que recién entonces tomaría un Migral que, sabía, estaba tirado dentro de mi bolso.
Aquel algo que tenía por la mitad demoró más de lo esperado, como de costumbre, y el dolor y la molestia eran ya insoportables. Abrí entonces mi humilde bolso y busqué. Busqué y rebusqué y requetebusqué, pero no logré encontrar la maldita pastilla. (todos aquellos adjetivos que la enaltecen invierten su valor cuando uno no puede disponer de ella)
Con el reloj tras mis pasos y una enorme lista de cosas por hacer, como siempre, el panorama no era bueno: faltaban aún trabajo y facultad. Y viajar en subte.
Y fue justamente en el subte donde mi última carta fue jugada:
—Hola, tenés Migral?
—No.
Perfecto entonces. Así, con lo que quedaba de mí, llegué tarde a mi clase de Literatura Inglesa I.
Llegó entonces el momento de las presentaciones, las caras desconocidas, las caras conocidas, las preguntas absurdas, las miradas evasivas. Entre el repiqueteo de la lluvia en la ventana y el polvo de tiza volando entre nosotros imaginamos futuros con Shakespeare, Beowulf y los Canterbury Tales.
Dos horas y muchas definiciones literarias después la clase terminó. Y empezó la clase de Análisis del Discurso Académico I. Y entonces hablamos de papers, de investigación, de plagios, de disertaciones, de presentaciones y algunas cosas más. A las 21 hs habíamos terminado.
Afortunadamente, luego de tanto, y casi sin darme cuenta, la migraña había desaparecido. Contento y aliviado, guardé el cuaderno y saqué el pulóver.
Y mientras hacía esto vi caer, rendida a mis pies, la pastilla de Migral.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]