Podría pasarme la vida en los bares. Podría, la vida, pasarme en un bar. De alguna manera fui criado, o crecí, en un bar. Gran parte de mi infancia está atada a un bar, y más de una vez fue aula y escuela, maestro y compañero, castigo y calabozo, oficina, refugio y mucho más. Todo eso en un bar.
Y digo “bar”; nada de “café”, ni “restorán”, ni “fonda, “pulpería” o “bodegón”. A lo sumo “boliche”.
Porque el tango vive en un bar, y un bar es puro tango, yo también miraba con la ñata contra el vidrio, pero desde adentro: quería saber qué hacía mi viejo, enfrente, en el puesto de diarios azul.
El bar era la segunda casa, sino la primera. El bar era café con leche, medialunas, amigos, conocidos, tacheros y algo más. Sin olvidarse del humo, ese humo que mil parroquianos tiraban a la marchanta.
Todas las mañanas lo mismo: desayuno y vergüenza. Vergüenza de quéseyoqué; vergüenza de niño. Vergüenza de pedir el desayuno, vergüenza de ser el más chico, vergüenza de ser flaquito, miope, tímido, vergonzoso… Vergüenza de niño.
Tres de manteca, como siempre, y mientras, sale el sol. El viejo que va y viene, tacheros a los gritos, chistes, bromas, y un rato que se pasa entre humos de café y cigarrillo. Y de fondo, siempre, dale que te dale, el quejido de la express, que escupe café tras café tras café. Avanza la mañana y llega el borracho amigo, que con su copita de blanco de la casa avisa que el almuerzo no tardará en llegar. Y no tarda: ya se siente el olor del tuco cargado, del plato del día.
Pasaron más de veinte años desde aquellos tempranos días de madrugón y desayuno en el bar, y tal vez más de diez desde nuestro tácito divorcio a instancias de una vida que nos tenía preparados caminos diferentes. Cosas de la vida, motivos porque sí, y a pesar de que lo veo cada tanto, y me alegro de verlo, sigo mi camino. Sin embargo, esa mística que alguna vez inauguramos todavía me acompaña, y el bar (un bar, cualquier bar) va a ser siempre un refugio, una oficina, un calabozo, una terapia, un amigo que me invita a pasar. A tomar un café.
Escribo estas líneas en un bar, porque el bar es un lugar para leer y escribir y hablar; el café es una excusa. Este es uno de esos bares que está siempre ahí, pero que no es nuestro, que no registramos, que no nos interesa. Hasta que un día entramos, y ya está, se hace el click. Nos gusta, o algo pasa, no sé. Tal vez sólo sea el egoísmo de no querer dejarle de propina un cacho de vida. Los ánimos y las mesas se aúnan y afinan una melodía pegadiza y ya está, se engrosa tu lista de bares. Cariño será, qué sé yo…
La última de todas, contra la ventana, esa será (siempre que se tiene un bar, se tiene una mesa, eso lo aprendí hace rato). Americano con crema, eso será. Y quizás algún día, cuando él ya no exista, o el paso de los años lo haya vuelto irreconocible, o yo sea polvo, o un acorde menor, alguien se acordará y dirá a quienes quieran escucharlo que este humilde servidor gustaba de ir a Mikel.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]