Preocupacional

Preocupacional

Estoy en la sala de espera de uno de esos lugares en que te hacen exámenes antes de entrar a un trabajo nuevo. El lugar no puede estar muy bueno, partiendo de la base de que la gente va con tarros llenos de orina, temprano en la mañana, con cara de sueño, y sin comer, preparada para que le saquen sangre y le pongan electrodos en el pecho.

Además, suele haber mucha gente. A sabiendas de esto, los dueños de estas empresas toman la precaución de ubicarse en espacios bien reducidos, mal iluminados y apenas ventilados (una excelente idea teniendo en cuenta que también muchos de los que están ahí van en busca de un certificado por enfermedad, como un resfriado o una neumonía, por ejemplo), con algunas sillas incómodas, y especialistas mal pagos llenos de entusiasmo, colmados de amor por su trabajo.

Estoy en uno de estos lugares, en el segundo piso, primera parada del periplo que —todavía me queda por descubrir— dura tres horas y abarca seis pisos. Es temprano, aunque no tanto. Ya dejé mi orina en un frasquito de tapa roja que me dieron. Realicé la operación en un baño de no más de uno treinta por uno treinta, inodoro y bacha incluidos. Y yo y mi orina, claro.

Analizando la situación caigo en la cuenta de que el siguiente paso es la sangre. Reparo en que todos los que estamos ahí estamos en ayunas, esperando. ¡Qué considerados al apurarse en atendernos! Tengo como veinte personas adelante. La recepción es el equivalente a un palier de edificio, unos tres por tres, y cada «departamento», un consultorio. Aunque dudo que haya departamentos de tres por tres. Al costado de la recepcionista, el patio que oficia de sala de espera. Es literalmente un patio de un departamento del primer piso, con un techo de plástico transparente lleno de basura. Entra algo de la luz de la mañana, y la mayoría de los esperantes mira su celular, o una revista del pilón. Sobre el extremo del patio, el que linda con la recepción, una máquina de café.

Sale de uno de los departamentos una señora. Es rubia y fornida, por no decir gorda, porque gorda no dice suficiente. Tiene un ancho similar a lo largo de todo su cuerpo, por decirlo de alguna manera. Es grandota, y gorda. Es rubia, y entre la ropa y la cartera parece que llevara muchas cosas colgando, muchos accesorios, pero no, en realidad tiene la cartera, y la ropa, y quizás una bolsa. Tiene unas sandalias negras con taco. La cinta del frente aprieta, y el empeine soporta la presión. Del empeine sale una «panza», fruto de la cinta. Los dedos se enciman, desordenados, y las uñas están pintadas de un rosa colorado.

Como les dice a todos los que salen, la chica de la recepción —sin mirarla (nunca mira, salvo excepciones)—, le dice que puede tomar si quiere un café de la máquina. La señora agradece, deja los bártulos en una silla al lado del escritorio de la recepción, y toma una ficha de la cajita. En un paso y medio más está junto a la máquina. Observa el mamotreto. Mete la ficha, aprieta un botón. Espera.

Primero cae un vaso, y después el líquido. No salió azúcar en el medio, señal de que la señora se cuida, sea por estética o salud, quién sabe. Tal vez ambas. O tal vez, sencillamente, la máquina no andaba bien, o se había quedado sin azúcar. Finalizada la operación, la máquina indica con un pitido y una leyenda en el display que ha de retirarse la bebida. Entonces, con un torpe movimiento, la mujer toma el vaso, y quien sabe por qué motivo, tal vez la temperatura, o la hora de la mañana, o el ayuno, o todos estos, o ninguno, lo deja caer. El ruido del plástico contra el piso y el líquido desparramándose despierta a todos, que miran de inmediato.

La chica de la recepción se levanta con rapidez y modorra, evalúa rápidamente la situación, y se dirige hacia el lado del baño, de donde traerá un trapo. Todos los demás miramos en silencio, a excepción de la señora, que se deshace en disculpas, esgrimiendo por momentos alguna explicación, pero mayormente disculpándose. Intenta hacer algo, pero no hay nada que pueda hacer. Le dice a la recepcionista, al verla venir con el trapo, que ella lo limpia, que la disculpe, que es todo su culpa, que qué tonta que fue, que cómo pudo, que no sabe, que qué tonta, que es todo su culpa, que ella lo limpia, y así. La chica se niega a todo, limpia el asunto, y sólo recién cuando ya no hay restos de la bebida, las disculpas y la autoflagelación se aplacan, lentamente.

La señora se debate entonces, por un segundo, si mejor sentarse y listo. Duda, y acomoda la cartera, y la ropa, y duda. Se ve, sin embargo, que efectivamente tiene necesidad de la bebida (es raro, siendo que en el lugar, considerados como son, no te dan ni una galletita después de hacerte ayunar durante ocho horas y pasearte por seis pisos durante tres horas), y finalmente su serie de movimientos indecisos culmina en la cajita, y después en la máquina, y después mete la fichita, y vuelve a apretar un botón, presumiblemente el mismo que antes.

El proceso es exactamente igual al anterior, con la sola excepción de que esta vez, al tirar el vaso, la señora grita con vehemencia «¡Pero qué estúpida que soy!», y algo me dice que está a punto de ponerse a llorar, y me pregunto cuánto más puedo tolerar, y pienso en la ira que ha de estar incubando la recepcionista, que una vez más va a tener que buscar el trapo y limpiar, y en la señora, que ya empieza de nuevo con la letanía de disculpas y autoflagelación, y en los que están mirando la escena, que algunos sentirán pena, otros bronca, otros sueño, otros hambre, y cuando bajo la cabeza para hacer ya ni sé qué gesto, escucho que me llaman, y me apuro a ir al departamento.

[originalmente publicado en https://historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]

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