Estoy leyendo, y de fondo está la radio. Alguien habla y nos cuenta sobre la temperatura y la humedad, pero, a propósito, no le presto atención. El calor, la panza llena, el cansancio de todo un año, una semana, una hora, y horas de lectura, me han sumido en un estado de pseudo-hipnosis. El cuerpo, el mío, se entrega a la nada, y la mente, la mía, se entrega por inercia a la rutina de la vida, y a la lectura.
Leo. Y quiero fumar. Y no tengo cigarrillos. Llevo un día sin fumar y el debate sobre si debo o no salir a comprar se mezcla con la fiaca, la noche y la lectura. Por un momento se imponen la fiaca y la ley del menor esfuerzo, y no me muevo.
La lectura avanza en movimiento rectilíneo y uniforme, hasta que, de golpe, un torpe impulso me eyecta de la silla. La realidad, el derredor, y hasta yo mismo, perdemos forma y sentido. No pienso, no razono, no nada. Me levanto, y algo parece llevarme de las narices. Es la mano de algo o alguien que me lleva como marioneta. Cierro la ventana, agarro las llaves, y salgo. Ahora todo es una película, una cruel ficción que se apoderó de todo.
Cierro la puerta detrás de mí y me encuentro en un pasillo oscuro. No prendo la luz. Llamo al ascensor, y mientras lo espero, oigo el inconfundible sonido de la encargada sacando la basura. Pero no es la encargada de siempre. Ni el edificio, ni el ascensor, ni yo; nada es lo de siempre: es un filme, una obra, una irrealidad. Llega el ascensor. En un abrir y cerrar de puertas estoy adentro, y bajando, y mirando mi cara en el espejo (objeto que, ni siquiera en este absurdo, puede faltar en un ascensor) y la cara que veo no es la mía —sé que es mía, la reconozco, claro, pero la veo rara, distinta, cambiada, alienada—.
En un segundo abrir y cerrar de puertas (las mismas) estoy en el palier. El tercero me entrega a la calle. A una calle oscura, con el calor escondido del viento fresco, que salió a tomar venganza. Los restos de la lluvia, ahora humedad, decoran las baldosas inquietas. El aire es raro. Yo pienso que el aire es raro. Es suave y embriagador, y yo estoy como drogado.
La operación es bastante simple: menos de una cuadra, al kiosco, comprar puchos, y volver, y aquí no ha pasado nada: sólo puse la vida en pausa, porque quería fumar.
Cruzo la calle y miro. Una moto (si acaso alcanza esa categoría) y su ocupante, envueltos en la más absoluta oscuridad, vienen hacia mí. Hay un segundo de peligro, pero es sólo este aire de irrealidad, y mi cansancio. Llego a la esquina y veo la luz del kiosco. Tengo aún, y sin quererlo, las llaves en la mano (íntimamente pienso que va a ser todo tan breve que no vale la pena guardarlas)
Llego al kiosco, para descubrir que la luz prendida y el cartel en la calle no son más que una broma de mal gusto: está cerrado. Ni siquiera me detengo. Aunque guardo las llaves. Mi próxima parada será, entonces, la estación de servicio, pero faltan para esto dos cuadras.
El viento está suave y fresco, aunque irreverente y en mi contra. Mi paso no es estrictamente apresurado, pero sí firme y seguro, lleno de convicción, de esa convicción que tiene quien marcha a cumplir su deber. No es el mío, a decir verdad, un deber muy digno de nada, pero en ésta, mi película, no se sabe cuál es, y todo tiene más tensión de la necesaria.
Los autos pasan rápidos por la avenida, y no son más que ruidos y luces. Sigo con el paso firme, y no me detienen ni distraen ni los charcos ni las ramas.
Llego a la estación de servicio. Una camioneta con sus sirenas prendidas en silencio suma tensión. Las miro fijo, y quedo hipnotizado por el brillo y el doppler. Cruzo la playa en diagonal, y siento por dentro el ardor de algo grande por suceder. Toda la tensión está a punto de resolverse en esta gasolinera vieja y sucia al costado de esta ruta desierta y maldita. Alguien, que soy yo mismo, me está mirando expectante.
“Tire”. Tiro. El contacto con el metal frío es mi primer contacto con el mundo, y se siente.
“Caution. Wet floor” y mientras bailo la danza de “no-pisaré-tu-piso-recién-lavado”, tengo mi segundo contacto.
Toda mi grandilocuencia, misterio y poder penden de un hilo.
“Bienvenido a la Esso” La cara del muchacho, su sonrisa y su visera son mi encuentro del tercer tipo.
Para cuando termino de formular mi perdido, toda la magia ha desaparecido.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]