De la música.
Escucho música desde que tengo uso del oído. En mi casa siempre hubo música. Mi viejo escuchaba Víctor Heredia, mi vieja Camilo Sesto y Valeria Lynch. Los dos escuchaban Serrat. Y Creedence. Mi viejo venía del primer rock nacional, Manal y Vox Dei, mi vieja iba a bailar. Mi abuela, tango, desde siempre. Y habría mucho más, seguro, pero no me acuerdo.
Sí me acuerdo de cuál fue mi primer disco. Antes había tenido casettes, pero ahí sí que no me acuerdo. Para cuándo yo despuntaba los doce o trece, aparecía el CD, y en casa, en la de dos ambientes superpoblados de la avenida Independencia, había un equipo nuevo Goldstar. Cuando por fin logramos comprar el equipo, hubo una especie de fiesta interna en cada uno, realizada en el más absoluto de los silencios.
Yo, que era de no pedir, pedí. O tal vez no pedí, me ofrecieron. Y fui con mi vieja a comprar mi primer CD: Loco Live, de los Ramones. Ese fue el comienzo oficial de la adolescencia. (“Pero son todos los temas iguales!” era la frase del momento en mi casa; a mí me encantaba).
La adolescencia es un período oscuro y jodido, siempre, por definición. Tal vez el mío fue un poco más oscuro, lo admito. Me salvó la música. Durante un tiempo fui punk, con chupines negros y borcegos, remera ramonera y buzo a la cintura, pelo con jabón y esas cosas. Me peleé con el mundo, me emborraché, y casi repito el año. Y sin embargo, a pesar de que debo referirlo como un período oscuro y jodido, lo recuerdo como uno de los mejores de mi vida. Volvería a la secundaria si pudiera, aunque la sufrí terriblemente.
Después de aquél primer año que casi repito, del cuál zafé rindiendo diez materias en Diciembre, vino el segundo. Algunos de los compañeros de ruta quedaron en el camino, y tuvieron que cambiar de turno o de colegio. Y yo quedé más aislado que nunca. Y entonces conseguí un walkman.
La rutina se repitió por mucho tiempo: salir al recreo, irme a un lugar apartado, y escuchar música bien fuerte. Hubo momentos en los que tuve algún compañero también, otro que estaba en las que yo, pero mayormente estaba solo. Después conseguí novia, y la cosa cambió un poco. Pero sólo un poco.
Varios años después de eso, empecé la facultad. No pasé del CBC. Pero el asunto es que aquella práctica era aún común. Tanto, que una de las caras que frecuentaba alguna de mis clases, devenida luego en amiga, me refirió durante mucho tiempo como “el chico del walkman”. Aún hoy nos reímos al acordarnos de eso, y su madre me conoce más por mi apodo que por mi nombre.
No puedo menos que estarle profundamente agradecido a la música por haberme permitido aislarme con gusto de todo aquello que me hacía tan mal (gente, generalmente). Me cuesta pensar que pudiera haber sido de otra manera, y no puedo ni imaginar qué hubiera sido de mí sin la música. Y aunque haya quienes puedan pensar, o incluso hasta acertar, que aislarse no es bueno, tengo por seguro que es mucho peor estar al descubierto.
[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]