Fue un día triste

Era temprano cuando salí de casa. El encargado limpiaba el piso del palier. No era el encargado de siempre. Era un reemplazo. Y estaba en sus ojos el reemplazo. Eterno reemplazo, segundeando, sombreando siempre a algún primero, ojeando siempre el diario del vecino. Eso parecía cuando uno lo miraba a los ojos. Y yo lo hice. Y mi “buen día” no le sirvió, y su vida siguió siendo tan gris como siempre, o tal más aún, porque no podía ni siquiera enojarse conmigo. Cuando llegara a casa y quisiera descargar las miserias que el mundo le había cargado en los hombros y en el bolsillo, no me tendría como excusa. Su “buen día” tampoco me sirvió a mí; no así.

Cuando llegué a la esquina de la sexta cuadra, que queda después de una autopista y una vía y una canchita de tierra, corrí el colectivo, y, burlándome de Murphy, lo alcancé. El hombre al volante era uno de los conocidos. Aunque en realidad lo reconozco por el colectivo que maneja (es ése que tiene un ancla plateada en el asiento) que por la cara. Fue un instante nada más, fue lo que tardé en subir y esconder toda mi atención en la máquina, pero fue suficiente. Vi sus ojos. Vi su expresión. Vi su cara. Sus manos. El volante. El tablero. El parabrisas. Su futuro. Horas y más horas de kilómetros y kilómetros, sólo eso lo esperaba. ¿Cuántas horas por vida pasaba en ese asiento? ¿Cuántas veces sonaba ese timbre? ¿Cuántas veces la misma calle, el mismo semáforo, el chancho que te caga a pedos, acelerar, frenar, el tachero que se cruza, la máquina que se traba, y empezar la vuelta de nuevo? Cuánto movimiento en tanta inmovilidad…!! Arden las sienes de sólo pensarlo…

Llegar a la oficina no iba a ayudar en nada. Y no lo hizo. Describir las miradas de esas gentes no sólo hubiera sido deprimente, sino más bien imposible. Café y al rincón, como siempre.

Llegó el almuerzo, y con él un soplo de aire fresco. Y también algo de comida. Y comer es lo peor que hay si uno no puede olvidarse de que otros no pueden. Y uno no puede olvidarse si mientras come tiene los ojitos de una niña clavados en el plato, preguntando si no queremos no sé qué cosa que está vendiendo, o si en todo caso no tendríamos una monedita. Plata no tengo, llevate la empanada si querés, gracias, de nada, un chiste, un comentario, cambiar el tema, y seguimos comiendo, y la gente en la calle habla por celular.

Cuatro horas después, mientras el sol empezaba a empacar, yo subía al tren. Zigzagueando entre ropas humildes y caras cansadas, una señora vendiendo medias llena el aire con su voz impostada. La señora que viaja al lado mío, parada junto a la puerta, busca a través de ésta encontrar una respuesta imposible a una pregunta infinita. El señor de enfrente lee la revista Campeones, y el de su derecha come galletitas de agua. Cuando me llega la hora me bajo, y le entrego al pseudo-hombre, mitad vida, mitad nada, el boleto sin usar; espero que le sirva para algo.

Del sol no queda nada, pero mi día aún no termino; le queda bastante yo diría. Pasó por el súper a comprar algo rápido. Al entrar disimulo la mirada en una entrada segura y precisa de paso firme, encarando directamente la góndola de los lácteos, así no tengo que verlos. Tomo lo necesario y voy a la caja. Tengo un plan, y mi objetivo es el piso. Mirar el piso, y listo. Y que piensen que es vergüenza, o autismo o lo que sea. Pero en la cola hay gente, y la cosa se retrasa, y yo soy ansioso y no puedo, y no sé qué hacer, y levanto la vista, y ya está, ya lo vi. Y está ahí, como siempre, como yo sabía que iba a estar y no quería. Están los dos, si tengo que ser sincero. Está ella, sentada al lado de los zapallitos, las manos cruzadas, la cabeza colgando, el pelo negro sobre la espalda combada, la respiración cansada, la mirada perdida más allá de las baldosas. Y está él, junto al cajón de zanahorias. La piel curtida, el pelo grasoso, las zapatillas gastadas, el gorrito negro, el delantal ¿blanco? Y su sonrisa. Esa sonrisa hueca, vacía, triste como el frío de Agosto, dibujada de la mano de la ironía y la resignación, la burla del destino, la mierda de los hombres.

Sé que ahí y así estaban cuando me levanté, y ahí y así seguirán un rato más, y a este día todavía le queda bastante. Por suerte compré una botella de vino.

[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]

S.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

15 − 14 =