Una mañana de sol

Llegué a la ciudad temprano, un día soleado de viento fresco y sweaters livianos. Me despertó un rodillazo de la señora que viajaba detrás de mí en el micro que me traía desde Mar del Plata, destino concluido de mis pequeñas vacaciones de cuatro santos días. No era un buen comienzo, pero uno siempre intenta llegar de sus vacaciones renovado, descansado y con otra actitud.

Bajé del micro y tuve frío, y mucho sueño, pero siempre es lindo tener un poquito de frío, cuando uno sabe que puede abrigarse un poco, o meterse aquí o allá, o tomar algo, o ponerse al sol. El sueño, por su parte, es más molesto, pero es la confirmación de que uno ha viajado, y después de todo, siempre es lindo robarle un rato al sueño y acomodarse de nuevo al lugar conocido, la puta ciudad.

Íbamos los dos muy dormidos y escaseaban las palabras. “¡Arribaaaa!” nos despabiló el colectivero. Perfecto, ya estamos en la ciudad de nuevo, ya huele como siempre, ya hay ruido y corridas y puteadas y caras largas y autos caros y chicos en la calle y colectivos y smog y edificios y barrenderos y mugre… y la rutina. Tengo tres horas para ir a mi casa, dejar las cosas, bañarme, comer algo, ordenar los libros, y salir para el colegio, a mi clase de los lunes.

El colectivo frena y arranca y frena y toca bocina y arranca y frena, todo en siete segundos: me duele la cabeza. Linda manera de volver de las vacaciones.

No aguanto el colectivo ni esta ciudad, ni la gente, ni nada, quiero paz (ya escucho las voces gritando que soy un amargo y un mala onda). Me bajo en Miserere, para tomar el tren: es lo más rápido y lo más cómodo, y a mí desde hace mucho, me gusta viajar en tren. Miro el cartel mientras hago la cola: 9:29 andén 2. Sea entonces, tengo cuatro minutos. Saco boleto, cruzo los molinetes, y entro en la primera puerta, que en instantes será la última. Las puertas amagan dos o tres veces, cumpliendo un ritual que conozco pero no entiendo, y finalmente se cierran (“Una buena”, pienso, al menos no perdí el tren).

Empiezo a caminar en dirección a la locomotora: me conviene bajar por adelante cuando llegue a la estación. El tren está vacío, pero hay más gente de lo que esperaba, teniendo en cuenta que yo voy a contramano, mientras todos vienen al centro a trabajar. Desando a los tumbos los nueve vagones, entre caras y asientos cansados y vacíos. Unos miran por la ventana, otros al suelo, muchos el celular, y algunos cabecean. Un chico duerme al sol, acostado en un asiento roto. Llego a la primera puerta. Me niego a sentarme al lado de nadie, y a viajar de espaldas (lujos que me permito después de mis vacaciones). Me acodo en la puerta del lado derecho, y miro el paisaje pasar con nostalgia de tren.

El tren va lento. Son sólo cuatro estaciones, quiero llegar pronto, y el tren va lento. Y el señor toca la bocina una y otra vez. Detesto las bocinas, pero la del tren es la excepción. No es que me guste, pero la creo necesaria.

Llegamos a Caballito. Prendo el celular, se acabaron las vacaciones. Contesto dos mensajes y miro el paisaje. Suena la bocina. Llegamos a Flores. A lo lejos se escucha un voceo de alguien que vende algo. Llegamos a Floresta. En la próxima me bajo. Siento una cierta urgencia por llegar, no sé por qué. Es el sueño, el cansancio, las ganas de bañarme, muchas cosas para hacer, mi clase de los lunes; es todo eso, pero hay algo más, hay cierta tensión en alguna parte, y sólo quiero llegar. Miro el paisaje. El tren se arrastra más lento de lo normal. Son quién sabe cuántas toneladas de fierros, y la bocina, y el eterno ktrn-ktrn. Estamos llegando a Villa Luro. Suena la bocina. Y sigue sonando. Se la escucha desesperada, como si quisiera gritar mucho más fuerte. Y la frenada.

Y del mismo silencio se hace silencio. Acabamos de cruzar el paso a nivel de Lope de Vega, y sólo el primer vagón entra en el andén. La frenada es larga y agónica, y tira para adelante. Finalmente el tren se detiene, y un sacudón nos devuelve a la realidad. Silencio. Afuera y adentro del tren, silencio. Nos quedamos todos quietos, sólo las cabezas giran desconcertadas. El paso apresurado del guarda cruzando el vagón atrae todas las miradas. Pasa por al lado mío y llega a la cabina del conductor. Abre y cruza alguna palabra ininteligible. El conductor responde, se para, toca algún botón o palanca, y agarra el handy. “… Villa Luro… 79 … estación…”, imposible entender. El guarda se da vuelta, mira al pasaje, y como queriendo desprenderse de la presión de tanto silencio y tantas miradas, hace un gesto (o yo creo encontrar un gesto por detrás de esos anteojos) que no parece ser bueno. Silencio. Cierra la puerta y se va hacia el fondo del tren. Miro la puerta de la derecha. Está cerrada, y por donde antes pasara paisaje pasan ahora policías y gente de seguridad. No sé qué hacer. Me pregunto qué hacer, como si hubiera muchas opciones. Mejor me bajo. Pero las puertas están cerradas, y el tren no entró a la estación. Agarro el bolso y empiezo a caminar hacia atrás, al tiempo que el murmullo empieza a cobrar forma. Tal vez encuentre una de esas puertas que no anda, que está abierta, y salgo por ahí. La gente empieza a agolparse del lado izquierdo (que es ahora mi derecha) y a sacar la cabeza por las ventanillas. Un señor pasa vendiendo diarios.

Dos policías se abren paso entre la gente, y entonces descubro que, sin quererlo, estoy justo en el lugar indicado. No quiero mirar, no quiero saber, me quiero bajar, quiero vomitar, quiero ver, quiero saber, quiero entender, no sé qué hacer.

Y miro. Tímido y temeroso, quién sabe de qué, miro. Miro por la puerta, por encima del hombro de un señor. Es un nene. No debe pasar de los quince años, tiene una remera blanca, pantalones negros, medias blancas y unas Topper negras, el pelo naranja a fuerza de decolorante, y debajo el negro original. Está acostado al lado del tren, tranquilo, durmiendo. No hay sangre, y está todo en su lugar, y de golpe siento una gran bocanada de aire entrando de prepo en los pulmones: capaz está inconsciente. Todos lo miran, nadie lo toca, él no se mueve. Tiene el aspecto de un chico que se queda dormido, rendido de cansancio, como hacen los chicos, así, en cualquier lado. Doy un paso atrás. Todavía veo un policía y el guarda, parados al lado del pibe, papeles en mano, cruzar miradas y palabras. Miro alrededor. Veo caras, escucho murmullos, palabras sueltas, lamentos, broncas ahogadas, desconcierto, cierto estupor. Ahora las puertas están abiertas, pero todavía no puedo bajar; algo adentro no me deja bajar. Un señor rubio se abre paso hacia la puerta y le pregunta, no sé si al policía o al guarda, si ya le llegó el relevo. Repite la pregunta. No escucho la respuesta; el señor se da vuelta y se va. Vuelvo a mirar, como si esperara que se levante, que dijera “no fue nada, ya estoy bien”, como si saltara de golpe, como si fuera todo una broma de esas que pueden hacer los chicos, como si hubiera sido sólo un desmayo, como si nada. Como si estuviera todavía a tiempo de salir victorioso (yo, no él) y pensar que qué cerca estuvo, pero que al final, por suerte, no pasó nada. Trato de encontrar o fabricar una explicación, de saber qué pasó, cómo fue. Vuelvo a mirar, escéptico, desconfiado, porfiando de mí mismo y de todos, como si hubiera algo que se me escapó. Ahora sí hay sangre. Debajo de la cabeza hay un charquito de sangre. No puede haber muerte sin sangre, intento convencerme. Eso es un golpe y nada más.

Y entonces escucho gritos. Un grito, repetido. Una persona gritando. Una mujer gritando. Todas las cabezas de vuelven hacia la izquierda, y en sólo segundos el saber popular, el vox populi, lo confirman: es la madre. Esos gritos no se pueden describir, no se pueden contar, no se pueden poner en palabras, no se pueden entender, no se pueden explicar. Son gritos de dolor, pero el que grita no es el cuerpo, no es la garganta, no es la física del aire en movimiento, sino que es el alma misma, son las entrañas, es el dolor mismo que grita de dolor. Pero no pueden explicar. No se puede explicar cómo nace, ni cómo suenan, ni cómo se escuchan, ni la corriente que te hiela la espalda, ni el dolor que te invade, ni la impotencia, ni la sucia alegría de saber que son ajenos, ni la desesperación, ni la sensación de vacío, no se pueden explicar.

Fue un segundo, o medio, o menos, qué sé yo. Hace un minuto, ese pibe jugaba, o cruzaba corriendo, o estaba distraído, o le miraba el culo a una chica, o iba a comprar el pan, o pensaba en Boca o en River, o tenía hambre, o se iba a la casa de un amigo, o… Y en medio segundo desapareció todo. Todo. Nada. Es como si uno estuviera leyendo esto, y pensando y sintiendo y leyendo y de gol

pe ya no pudiera seguir leyendo. Así de simple y de absurdo es. Tal vez tan pocas cosas puedan pasar tan rápido en la vida.

De alguna manera que no sé cuál es, los gritos paran. A lo lejos suena una sirena. Y se acerca, rápida, ansiosa. Y es que ellos no saben qué fue. La Motorola ruge como siempre lo hace, “móvil X, SAME llama”, y después, coordenadas, y una breve descripción, “persona arrollada por el tren”, y listo, y no saben qué hay hasta que llegan. La sirena se ahoga en un chirriar de gomas, y ya está la ambulancia acá. Los médicos corren, cruzan el tren, y llegan al pibe. El pibe no se mueve. El médico se acerca, lo mira, lo toca, lo da vuelta, lo mira brevemente, y lo vuelve a dejar como estuviera. La triste pasividad del médico y su tranco cansino mientras se aleja en busca de quién sabe qué rubrican la sentencia.

Ya está, mejor me voy. O me voy, y listo, nada de mejor. ¿Qué es mejor? Tengo mi clase de los lunes con veintitrés nenes de entre doce y catorce, y les tengo que enseñar inglés. ¿Qué les voy a decir, qué voy a hacer? No sé, no quiero ir. Voy a ir igual, obvio. “Y ahora andá a saber cuánto tarda hasta que vuelva a andar”, una señora me quita del trance. Ni bronca me da. Tal vez lástima, un poco de lástima por todos nosotros. Por el pibe, también, pero más por nosotros.

Vuelvo sobre mis pasos, avanzando hacia el primer vagón, en busca de una puerta que conduzca al andén. Hay caras aburridas, cansadas, compungidas, gente leyendo el diario, otros hablando por celular, muchos miran aún por la ventana. El chico sigue durmiendo al sol, tal vez ni se enteró de nada. Llego adelante, y bajo. Enfilo hacia los molinetes, y recuerdo el boleto en el bolsillo de la campera, qué idiota! Paso por el costado y empiezo a caminar, tengo casi trescientos metros de andén por delante, hasta llegar a la otra punta. Hay gente esperando un tren, o algo.

Casi cuando los tengo encima noto a dos bomberos que vienen corriendo. Corren con el casco, y el saco, y el uniforme, y los borcegos, y los pantalones de amianto, y alguna herramienta en la mano. Ellos siempre corren, para eso están. Y ellos tampoco saben qué pasa, el comando es tan cruel con ellos como lo es el SAME con los médicos: “persona arrollada” y eso es todo, y la adrenalina por llegar a tiempo, y poder hacer algo. Llegaron tarde (siempre fue tarde hoy), pero ellos no lo saben, entonces corren. (si lo supieran correrían igual, qué otra cosa podrían hacer?).

Llego a la otra punta, la de Víctor Hugo, cruzo los molinetes, y empiezo a subir la escalera. Los tres perros del lugar (todos los conocemos, y tal vez ellos a nosotros) están echados en el piso, con la mirada perdida en lontananza, con cara triste, como si supieran qué pasó.

—“Qué pasó?”, me increpa una señora que baja.
—“Agarró a un pibe.”
—“Un pibe?!”
—“Sí, no más de quince…”

Doblo por el puente y bajo, y sólo (o todavía) quedan tres cuadras. Y un par de horas para mi clase del lunes, con veintitrés nenes de entre doce y catorce. No quiero ir.

Llego por fin a mi casa. Tiro el bolso por ahí. La lucecita roja del contestador titila. Es del colegio: no hay clases.

[originalmente publicado en historiasquenollevananingunlado.blogspot.com]

S.

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